La extensión de la pandemia del sida es una de las grandes tragedias de Africa. Según las estadísticas de Onusida, 24,5 millones de africanos lo padecen, 6.000 de los cuales mueren cada día. En un país como Suráfrica, el 20% de los adultos son portadores del virus; en otro como Botsuana, el 80% de los adolescentes de 15 años están expuestos a contraer el mal y morir por su causa. A lo que debe añadirse el drama de la generación de niños huérfanos debido a la enfermedad o que nacen seropositivos.

Sin embargo, estos y otros muchos datos, que traducen los efectos del azote que golpea al continente, no han sido suficientes para contener al Papa y evitar que sostenga que el recurso al preservativo no hace más que "agravar el problema". Tampoco ha detenido a Benedicto XVI la opinión de la comunidad científica ni el hecho de que en Camerún, primera escala de su viaje, el 9% del censo esté afectado. La cabeza de la Iglesia ha preferido manifestarse a soslayar el tema, ha preferido invocar la abstinencia sexual a acercarse al pensamiento de sus anfitriones, para quienes la sola idea de la abstinencia violenta sus tradiciones culturales más arraigadas.

Habida cuenta del prestigio y la influencia del Papado, es especialmente criticable el dogmatismo de Benedicto XVI. Porque su voz no predica en el desierto, sino que llega a todas partes, y porque, por fortuna, muchas órdenes religiosas cumplen con abnegación y sentido profético una labor humanitaria insustituible en Africa, que solo arroja resultados después de un trabajo ímprobo que con frecuencia incluye la distribución de preservativos.