La estancia del Papa en Madrid ha cubierto las expectativas anunciadas. Se había pronosticado que no iba a hablar de la guerra de Irak, y no lo ha hecho, porque no pueden considerarse así sus genéricas referencias a la paz. El Papa quería jóvenes íntegros, generosos y dispuestos a luchar contra el consumismo materialista. Los ha encontrado por millares, aunque gran parte de la juventud española, católica o no, habrá echado en falta las contundentes condenas de la guerra que el Pontífice no se cansó de repetir en los días previos al inicio del conflicto iraquí. La Conferencia Episcopal, muy dominada por los prelados más conservadores y centralistas, deseaba un acto público de agradecimiento al Gobierno del PP por su política favorable a los intereses de la Iglesia española. Lo ha tenido. Desde el punto de vista doctrinal, los discursos del Papa en Madrid han aportado poco. Ha vuelto a ser el Papa de siempre, con las consabidas condenas del divorcio y del aborto, y con su apelación a las raíces cristianas de España, necesarias, al parecer, para construir esa Europa que Juan Pablo II viene reclamando en pleno debate sobre la mención o no de esa tradición en la futura Constitución europea.