Hace una tarde preciosa que presagia tormenta. Una luz catedralicia se cuela entre nubes enormes cuyo nombre no recuerdo, cúmulos o nimbos, quizá, que parecen inofensivas bolas de algodón o flores de coliflor o quizá yunques.

El aire huele a tierra mojada, y se respira un silencio profundo, la calma antes de la tempestad que está a punto de estallar debajo de los toldos y detrás de las persianas. Los pájaros han dejado de volar, los árboles se mecen y la cabeza presiente el próximo alivio.

Dan ganas de salir a la calle y saltar sobre los charcos, dejarse empapar por la lluvia repentina y fresca que se evapora enseguida. Salir sin paraguas y permitir que el agua te cale, y respirar, respirar muy hondo el ambiente sin polen, la gracia infinita de poder tomar aire sin estornudar al momento, sin que los ojos te piquen, sin notar los pitos que acompañan cada inspiración.

Las nubes se han teñido de un inconfundible color gris oscuro, casi negro, y forman un muro infranqueable que deja la luz al otro lado. Está a punto de llover, piensas, pero incluso antes de acabar la frase, gruesos goterones empiezan a caer y golpean con ritmo los cristales.

En nada cesará, pero mientras tanto, se limpian las calles, los coches, las ventanas, las cruces amarillas de las playas, los chalés con piscina, los pisos proletarios, los nombramientos de consejeros encarcelados, los exabruptos, la corrupción, la mala educación, los gritos, la chulería de quien empezó en política para forrarse, ese verbo tan español, la basura cotidiana que amenaza con atascar alcantarillas y sumideros.

Ojalá fuera tan fácil. Abrir ventanas, respirar hondo y mirar el mundo bañado con una luz queenjabona el alma.

Pero no, la tormenta no pasa de ser una metáfora, el aire recién lavado vuelve a viciarse, y esta columna, como casi todo, se queda en nada, renglones negros sobre papel mojado.