Los mercados mandan. Los mercados son esos entes abstractos que se asustan con ciertas medidas políticas o con la inestabilidad que ellos mismos generan, que marcan el curso de los acontecimientos y determinan, desde el anonimato bajo el que se esconden, las biografías de todos. Los mercados, aprovechando ese poder casi mágico con que se les ha dotado, moldean las trayectorias de la gente y fomentan, desde su perversa invisibilidad, carreras profesionales con más «futuro» -se dice- que otras, a menudo amalgamando desempeño asalariado con educación, aunque éstas sean dos cosas completamente diferentes.

En el mastodóntico mercado que Estados Unidos representa, yo, que soy formada en humanidades, me veo obligada a justificar mis años de estudio ante profesionales cuya preparación universitaria está estrictamente vinculada con su nómina: economistas, empresarios, administradores, científicos, etc. La temida pregunta se manifiesta siempre de la misma manera: ¿Para qué sirven las humanidades? La respuesta, inevitablemente, ha de surgir inserta en la misma lógica que desencadenó su curiosidad, es decir, en la lógica de mercado.

Hace unos años, la prestigiosa revista Harvard Business Review publicó un artículo que ha servido de salvavidas a no pocas mujeres y hombres de letras intentando labrarse, si no un futuro, un sueldo. En él se pone de manifiesto la gran utilidad de contratar filósofos, poetas e historiadores debido a los beneficios empresariales que directamente producen. Entre los argumentos se citan los siguientes: que estas personas son capaces de resolver preguntas complejas y salvar a cualquier empleador que se precie de una crisis; que escriben y se comunican bien, lo cual los hace aptos para las labores de publicidad y marketing; que su atención al cliente puede ser excelente porque observan y son capaces de entender la psicología del otro -tal como lo hacen los novelistas. En última instancia, los humanistas exudan «pensamiento innovador», asegura el artículo, y ya se sabe lo importante que es la innovación en cualquier entorno emprendedor. Al final, lo que el artículo enfatiza no es el valor de las humanidades, sino la capacidad de la urdimbre capitalista para fagocitar un aprendizaje de años y convertirlo en ceros a la derecha de alguna cuenta corriente.

HE DE CONFESAR que, a lo largo de los años, he ido asimilando y utilizando yo también este lenguaje neoliberal que alude a las bondades humanistas directamente aplicables al éxito corporativo. Y lo he hecho por varias razones, entre las que destaca la supervivencia, propia y de otros con trayectorias similares. Si en los departamentos de Recursos Humanos comienzan a sentirse más cómodos con la llegada de filólogos y artistas al tejido empresarial, habrá menos paro entre estos colectivos.

Sin embargo, la internalización de los argumentos esgrimidos por la Harvard Business Review viene con un coste muy alto, que es precisamente la contradicción entre su función dentro del capitalismo, y la convicción de que una educación humanística aporta las herramientas necesarias para cuestionar las injusticias de este mismo sistema y hasta para subvertirlo. En otras palabras, que las humanidades sean devoradas por los entresijos de los mercados implica que no están puestas al servicio de causas más nobles que puedan apuntar a sus contradicciones y deficiencias.

Muchos, ante el dilema ético que esta dualidad crea, optamos por una vida bifurcada: sacar dos trabajos adelante -uno que paga y otro que no, pero que es igualmente necesario. Me refiero a ser empleados de día y pensadores de noche, acoplándonos de la mejor manera posible a una profesión que nos permita llegar a fin de mes por una parte y, por otra, a la tarea de cuestionar las mismas dinámicas laborales, empresariales, capitalistas, etc. en el tiempo que previamente hemos comprado. Algunos consiguen hermanar estos dos mundos y convertir la subversión en su negocio -los que viven del arte, la docencia, cierto tipo de periodismo.

Finalmente, la respuesta a la temida pregunta puede estar completamente alejada del utilitarismo. Cuentan que un día a Borges lo sorprendieron con el siguiente interrogante: ¿Para qué sirve la poesía? Ante lo cual el escritor argentino contestó: ¿Para qué sirve el amanecer? Quizá habite aquí la clave que descifre el enigma.

* Escritora