Hay anécdotas con valor de símbolo y casi siempre la realidad supera a la ficción. Suelo ir a correr, dos o tres veces por semana, por la Ronda Norte. Hace un par de semanas, tres días antes de las elecciones, presencié una escena poco edificante: un grupo de adolescentes conseguía arrancar de una farola un par de carteles de Unidas Podemos y se entregaba a un frenesí de furia: rompieron uno de los carteles en pedazos y el otro, como no pudieron, lo arrojaron lo más lejos posible. Luego, eufóricos, se fotografiaron con los pedazos del roto rostro de Alberto Garzón, de manera similar a cómo, por ejemplo, los terroristas del Estado Islámico se fotografiaban con sus víctimas.

Mientras los dejaba atrás en mi carrera pensé en cómo esos chavales se habían contagiado de la agresividad y el odio que durante toda la campaña transmitieron ciertos políticos hacia todo lo que oliera a izquierda y divergiera de su idea de España. Por la zona de Cáceres donde tuvo lugar ese espectáculo, seguramente esos muchachos eran de familias acomodadas (del R-66 o Los Castellanos) y sus padres vieran a Garzón, Iglesias o Sánchez como enemigos a abatir. Cierto que los carteles del PSOE, con buen criterio, estaban a una altura difícilmente alcanzable. De lo contrario no habrían durado mucho, pues aquí hay muchos que piensan, como dijera Fraga, que «la calle es mía».

Recuerdo el sábado siguiente a la convocatoria de elecciones. Iba por el Paseo de Cánovas, cuando una señora (pelo pintado, abrigo de piel) se me abalanzó: «¿Le han entregado ya esta información?» Más que información era propaganda del Partido Popular, que ese mismo día había establecido su campamento en Cánovas. Unos metros más allá estaba el pequeño pero aguerrido campamento de Vox, unos señorones y señoritos (ninguna señora ni señorita) que asestaban también sus folletos. Juntos, pero no revueltos, de momento. Ningún otro partido ofrecía su mercancía, y es que la gente de derechas ha creído mucho tiempo que Cáceres, y más el centro, es su territorio. Por eso, la señora se molestó cuando le dije simplemente «no quiero». A la vuelta del paseo, otra propagandista pepera, más joven, me intentó endilgar el mismo folleto. «No, gracias», dije esta vez, a lo que recibí un sonoro y desdeñoso bufido como respuesta.

Para algunos, sin duda, sería un panorama idílico aquel en que solo se pudiera elegir entre PP y Vox, entre una y otra de las hermanas Nevado. Por desgracia para ellos, no son ni de lejos la mayoría. Absortos en su mundo apocalíptico donde España corre peligro salvo que la gobiernen los suyos (da igual que la economía crezca y que la Bolsa suba al día siguiente de la victoria socialista), ahora debe costarles digerir la realidad.

Cinco días después de las elecciones, vi por la mañana cómo un operario, subido a una escalera (por cierto sin ningún tipo de protección), retiraba un cartel de Pablo Casado. Tenía ya una buena pila en la furgoneta. Esa noche, volví a pasar por donde presenciara la hazaña de aquellos derechistas airados. De detrás de unos setos subían dos chicas cargando con el cartel que aquellos arrojaron sin poder romperlo. Ignoro si les gustaba Garzón, si pensaban que defendería mejor que nadie sus derechos en el futuro (en esta región donde el paro femenino duplica al masculino) o ambas cosas, pero las dos muchachas se llevaron el cartel a casa.