Como hongos están apareciendo personas, muchas de ellas jóvenes, que encuentran en la violencia y las vejaciones al prójimo su máxima diversión y la satisfacción de sentirse más y mejores que el resto por ejercer tan reprobable comportamiento. Estos bestias son los que conocemos porque aparecen en los medios de comunicación, o porque disfrutan colgando sus hazañas en Youtube. Sin embargo, después de retener nuestras ganas de vomitar al contemplar estas situaciones; sabemos que sus hechos se consideran simples faltas y que muchos de ellos no pisarán la cárcel. No nos engañemos, sólo son un síntoma de una sociedad enferma.

Debajo de ellos podemos encontrar toda una serie de conductas indeseables que no salen a luz o a las que ingenuamente les concedemos escasa importancia. Hemos aceptado un grado de tolerancia inadmisible: chavales que con un spray casi indeleble fastidian fachadas y portales; que destrozan sistemáticamente contenedores y mobiliario urbano; que en un bar hasta los topes de gente se revuelven con exabrupto y un empujón porque una les ha rozado el abrigo que llevan sobre los hombros; que fastidian con su comportamiento a treinta compañeros de su clase y que esperan en la puerta del colegio a la víctima propicia para apalearla, no sin antes haberla amargado en el interior. Parte importante todos ellos de una generación a la que los padres han negado pocas cosas; que han visto en la TV los pudrideros periodísticos y se han tragado todas las películas gore porque los efectos especiales están muy conseguidos; parte de una generación creída de que sólo tiene derechos y que desconoce palabras como obligación, esfuerzo, respeto y satisfacción personal como recompensa a un trabajo bien hecho. Como somos muy modernos, a quienes han observado estos comportamientos los hemos elevado a paradigma conductual al consentirles todo sin recibir una respuesta contundente y negativa a sus actos. Y ello, en aras de la integración, la progresía , la tolerancia y bla bla bla.

Ana Martín Barcelona **

Cáceres