De no haber sido sumergidos por la segunda ola del coronavirus, este otoño hubiéramos presenciado un retorno que habría suscitado no poco interés en el mundillo literario extremeño. Eduardo Moga (Barcelona, 1962) tenía prevista una pequeña gira por las principales ciudades de la región (Cáceres, Mérida y Badajoz) para presentar El paraíso difícil. Siete años en Extremadura (2013-2019), libro publicado con cuidado exquisito por la editorial Godall y que recoge sus diarios escritos especialmente durante el bienio 2016-2018, cuando ejerció los cargos de director de la Editora Regional de Extremadura y el Plan de Fomento de la Lectura, pero también de los años previos y posteriores pues, como explica en el prólogo, gracias a su esposa, de origen extremeño, tenía una casa en Hoyos, adonde acudía, cruzando toda la península, durante las vacaciones.

Aunque estos diarios habían ido saliendo en su blog, se agradece ahora su edición en este formato más manejable, elegante y duradero que, además, hace posible una lectura distinta: la de una historia con planteamiento, nudo y desenlace, casi una novela autobiográfica.

La primera parte, “Antes de vivir allí” va dibujando una Extremadura fascinante para el urbanita de vacaciones que describe con lirismo las grullas del Borbollón o el meandro del Melero. No en vano Moga, que es sobre todo poeta, escribió hace ya diez años El desierto verde, donde evocaba, alejado de tópicos, la admiración embelesada por los paisajes de Sierra de Gata. Esa parte, quizás la más agradable del libro, hace un recorrido por rincones icónicos, desde la iglesia visigoda de Santa Lucía del Trampal a los cerezos en flor del Jerte y, dado que el libro se publica en Barcelona, quizás suscite en algún lector catalán las ganas de visitar Extremadura.

La parte central y más extensa, “En Mérida” muestra el tránsito de la ilusión inicial al desencanto primero y al hartazgo después. Aunque sea catalán, Moga tiene parte de sus orígenes en Huesca, y quizás de ahí su franqueza maña, su nobleza baturra, que le causó más de un disgusto entre gentes más sibilinas. Pero la crítica, siempre suave, pesa poco al lado del sostenido elogio de la belleza de Extremadura, basada en su diversidad, pues como dice hablando del Embalse de Proserpina, “si en Suiza todas las montañas parecen las mismas, o en Inglaterra todos los prados se dirían uno, aquí no hay rincón del embalse que no presente una mezcla sin igual”. Buen recordatorio para tanto extremeño acomplejado que desprecia lo que tiene, más aún viniendo de alguien que ha recorrido medio mundo.

La tercera parte, “Tras mi regreso a Cataluña” es la más crítica, seguramente por haber sido escrita ya con las ilusiones perdidas, aplastadas en su caso bajo el peso de una “burocracia asfixiante” y con el paralelo relato de otra decepción, la de su esposa, patóloga de prestigio que renunció a su puesto en uno de los mejores hospitales del Reino Unido para trabajar en el Infanta Cristina de Badajoz, para estar más cerca de su marido, pero donde vivió “la peor experiencia profesional de su vida”.

Aunque el libro es tan ameno como brillante y lleno de humor, su lectura me dejó un poso de melancolía. Como amigo de Eduardo (nos conocemos desde hace una década, desde antes de que iniciara él su diario), me alegré en su momento con su nombramiento, aunque ya entonces tuve un mal presentimiento, pues su fichaje, me temía, tendría resultados parecidos al de Messi por el Cacereño: su capacidad y ambición se darían de bruces con unos límites demasiado estrechos. Ojalá me hubiera equivocado pero, con todo, los años emeritenses de Moga han hecho posible uno de los mejores libros sobre Extremadura, que recrea su cara y su cruz, su belleza y su dureza.