A ella lo que le gustan son las torrijas y los pestiños, y chuparse los dedos después, con disimulo. A él, la prueba de cerdo y la patatera, envuelta en papel de aluminio y asada en el fuego; y una cañita, bien fría, si no es mucho pedir; pero aquí están los dos delante de las acelgas (rehogadas, eso sí), con cara de muy pocos amigos. Ha sido ella la del régimen, como siempre, después de la limpia de armarios y de probarse por enésima vez la falda del año pasado, Dios bendito, cómo puedo haber engordado tanto, mientras la lorza se empeña en asomar desafiante por encima de la cremallera. Y él también está gordísimo, tanta caña, tanto pincho… y no se puede comprar ropa nueva cada temporada. Además, hay que empezar a cuidarse. Después esperan un pescado hervido y una pieza de fruta. Aún no han acabado de comer y él empieza a notar un agujero en el estómago, una sensación de hambre que le acompañará hasta los puerros hervidos de la cena. Y en medio, un paseo de dos o tres horas, por si acaso, para encima llegar con ganas de hacer procesión hacia la nevera. Todos los años igual. Llega el final del verano y la ropa ha encogido por sí sola en los armarios. Toca régimen por más que él se esfuerce en decirle que está guapísima, que están los dos guapísimos, que se les pone un humor horrible con el ayuno. Que deberían cuidarse, sí, pero no hacer dieta. Como si oyera llover. Hoy es el primer día. Ella le mira de reojo por encima de las acelgas. De pronto se levanta y vuelve de la cocina con el plato de embutidos. Hay natillas de postre, dice con la boca llena. Y él mientras mira el brillo de sus ojos, comprende que es verdad que la sigue queriendo. A veces, por estas estúpidas y pequeñas cosas, como el régimen que no acaban nunca y los kilos de más, uno por cada año de mullida felicidad que llevan juntos.

*Profesora y escritora.