Si analizamos la historia reciente de nuestra democracia y la evolución de los partidos políticos, constatamos que todos ellos, ante los procesos electorales, elaboran y difunden lo que con cierta pomposidad llaman programas, documento en el que exponen lo que van a llevar a cabo si alcanzan el gobierno y, se supone, que esas acciones prometidas son la plasmación práctica de la ideología que informa a cada uno de ellos. Así las cosas, los ciudadanos votamos a uno u otro en función de que la ideología y las promesas de acción de unos u otros nos parezcan más o menos convenientes. ¡Qué ideal sería si así fuese! ... Pero nada más lejos de la realidad. Las ideologías, las promesas y las acciones que cada uno anuncia deberían ser la causa y los programas el efecto. ¿Y qué sucede? Pues justo lo contrario.

Y es que, en lugar de ser los programas el reflejo de la ideología, es la ideología la que se ajusta a los programas en los que se promete todo aquello que suponen que les va a proporcionar un mayor número de votos. De esta forma no tienen ningún empacho de decir «digo» donde antes decían «diego» y con frecuencia los ciudadanos de a pie no sabemos a qué carta quedarnos, pues un partido que se supone inspirado por el marxismo no tiene empacho en proclamar y bendecir la economía liberal y a otro, que se declara defensor a ultranza de la vida humana, no le duelen prendas en aprobar el aborto y la eutanasia. Otro tanto sucede en cuestiones quizás de menor trasfondo filosófico; pero de gran importancia práctica en temas como la educación, las prestaciones sociales, la vivienda, la fiscalidad y un largo etcétera de asuntos en los que los partidos ofertan soluciones y cambian de tratamiento con tanta facilidad como de camisa.

Es posible que esto suceda porque hay ocasiones en que, en un mismo partido, se dan diferentes criterios y sensibilidades que se enfrentan entre sí y unas veces ganan unas y otras las contrarias. Tal sucedió en los albores de esta democracia cuando alcanzó el gobierno un partido formado por familias de distintos intereses y tendencias que se acabó desintegrando por las tensiones internas. Lamentablemente parece que esa lección nadie la ha aprendido, ya que, a día de hoy, sigue pasando lo mismo en la mayoría de las formaciones políticas.

Pero también es posible, y quizás más probable, que la indefinición sistemática se deba a la necesidad de los pactos postelectorales para gobernar, renunciando para ello a principios propios presuntamente irrenunciables. En cualquier caso, los votantes terminamos decidiéndonos por una u otra opción sin saber qué va a hacer el partido que gane ni para qué se va a utilizar nuestro voto. La indefinición, la ausencia de principios fundamentales y básicos y la táctica de estar al sol que más calienta, van generando una desconfianza entre los ciudadanos y una pérdida de credibilidad en los políticos que, sin ánimo de exagerar, puede acabar poniendo en riesgo el sistema. La solución, sin duda, no es fácil; pero haberla (como las meigas en Galicia) «hayla».

* Grupo de opinión ciudadana en Cáceres