Exministro de Trabajo

Aunque nuestra democracia está consolidada, precisa de importantes mejoras. Y no es suficiente la simple rotación de caras y siglas. No. Más importante es el cambio de normas que el cambio de nombres.

Cuando se inició --titubeante e incierto-- el camino de la democracia, la inteligencia legislativa decidió que era preciso ayudar a la creación y estabilización de grandes partidos políticos. Todos los mecanismos legales se pusieron a su disposición. Sistemas de listas electorales cerradas, creación de férreos grupos parlamentarios, generosos sistemas de financiación proporcional a los votos y escaños, importantes partidas económicas dedicadas a grupos parlamentarios, desde donde se liberaban personas y se podían desarrollar con holgura las diversas actividades políticas.

La lista de prebendas sería prolongada. Si las reflexionamos, todas ellas apuntan a un mismo fin. Favorecer a los partidos mayoritarios, concentrar poder y conseguir que todas las fórmulas de representación sean canalizadas por éstos. El juego estaba claro. Cada cuatro años los ciudadanos votaban, y a partir de ese momento los aparatos gestionaban nuestra libertad. El sistema funcionó, y la democracia se consolidó en torno a partidos políticos, cada vez más grandes y poderosos. Y la regla de oro fue debidamente formulada: "Quien se mueva no sale en la foto", rematada por "y hace mucho frío fuera". Al buen entendedor no le hacían falta más palabras. Todo estaba dicho.

Nuestra democracia presenta un balance muy positivo, aunque el sistema que pusimos en marcha también ha tenido efectos contraproducentes. Como la aparición de gigantescos aparatos de partidos, todopoderosos, que terminan siendo un fin en sí mismos, cuando su función inicial era la de mero instrumento. Tras la quema del aragonés Miguel Servet, el humanista Castiello, en sus razonables y meritorios escritos contra la dictadura impuesta por Calvino en la Ginebra del siglo XVI, escribió: "Para los hombres de partido, la lógica de la justicia termina siendo sustituida por la lógica de la victoria". Pues algo así nos está ocurriendo a nosotros. Nuestros grandes aparatos sólo quieren ganar. Casi han olvidado para qué. Cuando llegan unas elecciones --lo hemos podido apreciar en estas últimas municipales-- están más preocupados por meter miedo a los ciudadanos ante la supuesta peligrosidad del rival que de plantear alternativas propias. Simplemente se trata de ganar, cueste lo que cueste, y se utilicen los medios que se utilicen. De hecho, en lo poco que se suelen poner de acuerdo los partidos es en beneficiar a sus respectivos aparatos, bien por la vía económica, o a través de cualquier nueva parcela de poder que se ponga a su alcance.

Es evidente que no debemos seguir en esa dirección. Y para cambiarla existirían dos caminos. El de la firme voluntad de los partidos de autocontrolarse y el de las reformas legales. Creo que es bastante más eficaz el segundo. Ahora bien, ¿cómo conseguimos que los mismos aparatos que se benefician de las prebendas legales impulsen el cambio de estatus? No es fácil, aunque sí necesario. Los ciudadanos agradecerán que en las ofertas electorales se introduzcan medidas para mejorar la democracia, con más participación y apertura de los partidos y mayor pluralidad en los sistemas de elección de los órganos de representación.

Ha llegado el momento de iniciar un debate que nos permita, a medio plazo, acometer esas imprescindibles reformas. Se trata de conseguir más y mejor democracia. Y debemos implicarnos; no podemos resignarnos a que los demás decidan por nosotros. La política es una actividad noble, que debe ser participada por el mayor número posible de ciudadanos. Con esta finalidad iniciamos en Andalucía un proyecto articulado en torno al foro Nueva Sociedad, Nuevas Propuestas, donde debatiremos de forma abierta acerca de nuevas ideas. Nada ni nadie está detrás de nosotros, salvo el deseo de presentar ideas frescas que contribuyan a mejorar en algo un panorama actual que no nos termina de gustar del todo.