Me gusta mucho una cita de William Faulkner: «El pasado no existe. De hecho, ni siquiera ha pasado». Me gusta porque es cierta. El presente no para de confirmarla. El pasado aflora por todas partes, nos conforma, nos define. Somos una consecuencia, una suma de pasado acumulado. De pronto el pasado surge, tal cual, ante nuestros ojos. Puede tener la forma de una receta que nuestra madre aprendió de la suya o de una bomba en una playa en plena canícula de agosto. El caso es que está ahí, agazapado. Porque nunca pasó.

La presencia de una bomba hundida bajo las aguas de la playa de San Sebastián, en la Barceloneta, evoca detalles, datos de la historia que la generó. Sea cual sea su origen, nos recuerda todas las que fueron lanzadas sobre la ciudad, centenares, durante la guerra civil. Las había de 50, 100 y 250 kilos. Los aviones salían de Pollença, en Mallorca, con tanta regularidad que había quien medía el tiempo según su presencia: «Faltan diez minutos para las bombas», decían.

Uno de los primeros y de los últimos objetivos de la aviación franquista fue el litoral barcelonés. El 1 de octubre de 1937 hubo en la Barceloneta los primeros heridos civiles del mundo víctimas de cazas con ametralladoras. También hubo 45 muertos por los bombardeos. En el puerto se dio uno de los más terribles ataques del final de la contienda, en enero del 39. Y el terrible 1938. Hay quien defiende que los bombardeos de marzo de ese año no fueron cosa de Franco, sino de Mussolini, que se valió de la devastación barcelonesa para advertir a los franceses de lo que podía pasarles. El 17 de marzo lanzaron la tristemente famosa bomba del Coliseum. La detonación fue tan tremenda que destrozó los cristales en 500 metros a la redonda. Una mujer que cocinaba un arroz en su casa de Gran Via con Roger de Llúria quedó conmocionada al ver la cazuela llenarse de cristales.

En fin. Todo eso es lo que aflora cuando un pedazo de pasado aparece en el fondo del mar. Y mucho más, que no cabe en ninguna columna de ningún diario.

* Escritora