Han empezado las mañanas de niebla, y el campo se deshace en andrajos, convertido en murmullo de carámbano y ramas secas. Las chimeneas exhalan un falso olor a pueblo, que habrá que dar por bueno si no queremos romper el encanto. Más abajo, la ciudad se despereza, ajena al musgo, preparada para otro día más de prisa y desvaríos. Compras, cenas, comidas, obligaciones que no son tal pero que nos condicionan más que las verdaderas aguardan para no dar tregua hasta principios de enero.

Desde aquí, mientras camino, no se ven las lentejuelas, las cuñadas chillonas, los mensajes navideños, la gente pesada, la suegra que no cesa, el cuñado gorrón, la cena familiar plagada de escollos. Cosas sin importancia. Simples rozaduras de zapato nuevo que se curarán enseguida. Lo mejor del paseo empieza más tarde, entre los olivos, cuando se pierde el rumor sangrante de Alepo, la vergüenza de la subida de la luz, la ducha helada de los emigrantes en Lampedusa, las familias españolas que viven en la calle, las que no pueden vivir en ningún lugar en el resto del mundo, y sobre todo, la resignación mortecina que parece haberse adueñado de todos.

Dura muy poco, una hora, una hora y media, según el día. Luego, hay que volver, como siempre, para calzarse los zapatos que hacen daño y sonreír a quienes no te apetece; pero también para disfrutar junto a quienes merecen la pena, seguir creyendo que el mundo empieza cada mañana, que todo es posible aunque las noticias se empeñen en demostrar lo contrario, y que para el veneno de los días, no hay antídoto mejor que ese paseo que empieza y termina en la puerta de la propia casa. Feliz año.