Como no tenía suficientes tonterías en la cabeza, acabo de comprarme una pulsera de actividad, o sea, una especie de correa atada a la muñeca similar a las que les ponen a los presos del futuro en las películas de ciencia ficción.

Cada vez que la miro pienso que si decido quitármela empezará a ejercer presión hasta dejarme sin sangre, o activará una alarma de ultrasonidos para que los vigilantes de la fuga de Logan acudan con sus trajes plateados y sus botas de media caña, uniforme tipo de guardián de las galaxias, sea cual sea el planeta.

Por ahora nos vamos llevando más o menos bien. Estamos conociéndonos, como dicen ahora al principio de todas las relaciones amorosas, no sé si en el sentido bíblico de la palabra. Mi pulsera y yo nos vigilamos con prudencia, y nos tomamos el pulso, nunca mejor dicho.

Yo trato de descifrar el manual de instrucciones tamaño pin y pon, escrito en un español de Corea del Norte, y ella no me aprieta mucho, y me acompaña en silencio hasta que se harta, como una madre de compras con su hijo adolescente.

Al principio jugábamos al despiste. Ella contaba mis pasos y se daba por satisfecha, y yo, mucho más. Hacer deporte consistía en esto, en mantener mi forma de vida de acá para allá y contabilizar todas las veces que subía y bajaba para dar clase, o jugaba en el parque, llevaba niños, compraba, limpiaba, hacía la comida y recogía ropa. Más de diez mil pasos, así, como quien no quiere la cosa.

Luego la relación se fue torciendo, en cuanto conseguí descifrar en el manual que los pasos diarios no valían, que había que hacerlos en línea recta y contar a partir de un cuarto de hora caminando. Tampoco mejoró mucho nuestra relación el hecho de que cada dos por tres me propusiera cambiarme a la cinta de correr, o al modo running, como decía ella en su idioma inventado o empezara a avisarme de que no había cumplido los objetivos de ese día, si ella supiera, cuando a mediodía hay veces en que he ido y vuelto al Everest y sin oxígeno.

No tiene corazón, solo pila alcalina y no sabe de otro esfuerzo que aquel que va en línea recta. No tiene corazón, no, pero se empeña en medir el mío, y saber mi peso, y me propone retos imposibles de cumplir, y me estresa haciéndome saber que tengo mensajes nuevos en mi móvil, mensajes que a lo mejor avisan del fin del mundo, pero no puedo contestar.

Solo parpadea en la pantalla el icono, para que corra presurosa en busca del teléfono y compute como pasos esa carrera. Acompleja, sin duda.

Igual que su pantalla no diseñada para personas con presbicia, ni con miopía, ni astigmatismo, y si me apuras, con ojos.

Yo creo que busca formar un nuevo ejército de replicantes, una raza metálica a su servicio. No sé. Por ahora, disimulo y digo que sí a todo. Acepto sus retos y hago trampas agitando mi mano para computar pasos que ni doy ni voy a dar nunca.

Ella también disimula y los apunta, pero yo sé que en su interior crece la inquina y cualquier noche de estas, pitará para que empiece a andar y recupere todos los pasos perdidos. No sé adónde me llevarán, ni ella tampoco, pero puede que sea el principio de un viaje inolvidable.