Escuchando los testimonios en el Tribunal Supremo durante el juicio por el ‘procés’, estoy sintiendo verdadera desolación al comprobar que la suma de todas esas declaraciones constituyen un debate político de gran calado que no debería estar haciéndose en sede judicial.

La desobediencia civil, la pertinencia del estado de sitio, el papel del poder constituyente originario, la delimitación entre legalidad y legitimidad, las diversas perspectivas sobre la idea de violencia y un largo etcétera, van apareciendo como respuestas a las preguntas de acusación y defensa, y constituyéndose, en ocasiones, en monólogos de un extraordinario interés político.

Mientras tanto, el Congreso de los Diputados se ha convertido en una especie de permanente mitin electoral, donde no hay intercambio de ideas ni debate político mínimamente serio ni posibilidad alguna de construir discurso en torno a los grandes problemas del país.

Al mismo tiempo, los medios de comunicación abdican de su función social y se convierten en correas de transmisión de intereses económicos que, a su vez, están anclados a intereses políticos.

El resultado es que en la era de la comunicación no resulta fácil estar bien informado pero sí eficazmente adoctrinado, que no se puede ver lo que ocurre en las Cortes si lo que te interesa es la política y que si te enchufas a la retransmisión del juico del ‘procés’ te encuentras con algunos de los discursos políticos más interesantes en meses o años.

Está todo patas arriba. La política se hace en los juzgados, los partidos siguen convocando mítines a los que solo van los feligreses propios mientras los verdaderos mítines se dan en el Congreso, y los medios lo han convertido todo en un espectáculo al que muchos están deseando acceder para participar individualmente de sus beneficios.

La disfuncionalidad de todas las instituciones del Estado es solo un reflejo de la disfuncionalidad en la que está sumida la sociedad española en su conjunto, visiblemente desde hace una década y, profundizando en las raíces de los problemas, desde mucho antes.

Pero más allá del evidente diagnóstico y de su origen —que habrá que determinar y que es del máximo interés—, lo que verdaderamente urge es darle la vuelta a todo como a un calcetín para que las cosas regresen a su sitio natural: que los medios nos informen, que la política se haga en los parlamentos y que los juzgados simplemente juzguen.

Todos los males giran en torno a la banalización de la vida pública y a la conversión en espectáculo de todo aquello susceptible de generar beneficios. El neoliberalismo ha conseguido que trabajemos para él ya no solo durante nuestras horas de trabajo, sino también durante nuestras horas de ocio, de modo que si para rellenar minutos de televisión que generan beneficios por publicidad hay que retransmitir en directo el juicio del ‘procés’, se retransmite.

El debate sobre si es antes el huevo o la gallina (es decir, la ciudadanía ávida de frivolidad o la oferta banalizada de los medios de comunicación) es ya estéril. Lo que me parece de una urgencia inaplazable es recuperar la ética pública, cueste lo que les cueste a los beneficios empresariales de los dueños de la comunicación que, por otro lado, suelen estar cercanos a los círculos del poder político.

Es verdad que cada ciudadana y cada ciudadano tienen en su mano entrar en el juego o no entrar, pero como con todo lo que concierne al sistema neoliberal, esa libertad es siempre relativa, cuando no muy limitada. Llegado un punto, la única solución para no verse contaminado por la cantidad de basura que se publica y emite a diario sería irse a vivir a una aldea sin conexión a la red.

La responsabilidad, pues, es colectiva y, como en todos los asuntos públicos, cada uno debe asumir la suya. La ciudadanía debe hacer el mayor esfuerzo posible por tener criterio propio, para el periodismo es inaplazable la firma de un código ético adaptado al nuevo tiempo, y desde la política se debe asumir el lodazal en el que estamos instalados y tomar las medidas oportunas antes de que sea demasiado tarde.