De educación, como de fútbol, sabemos todos. Si cada espectador de un partido tiene dentro al mejor seleccionador nacional, cada individuo es un potencial ministro de educación, que arreglaba esto en dos minutos y sin tonterías. También sabemos mucho de medicina, mucho más que esos medicuchos de tres al cuarto que pretenden ejercer solo porque han estudiado unos diez años. Pero este tema daría para otra columna.

Es septiembre y la vuelta a la normalidad educativa (si es que existe) trae consigo una avalancha de opiniones expertas. Que muchos de esos opinadores profesionales no hayan pisado nunca un aula no es un inconveniente para que den lecciones tanto a profesores como a padres sobre cómo tienen que educar a los hijos. Ellos tienen siempre la varita mágica. Lo que no se entiende muy bien es por qué no la emplean para acabar con los problemas de nuestro sistema educativo. A lo mejor porque tendrían que implicarse un poco, dejar los despachos cómodos y calentitos desde los que promulgan leyes o hacen informes que afectan a miles de alumnos y descender a institutos, colegios y universidades helados por los recortes en calefacción o convertidos en hornos por ausencia o avería de aire acondicionado. Que se lo recuerden a los pobres alumnos de julio, o a los que han tenido que examinarse en este mes tórrido. O a lo mejor porque los padres solo importan cuando se acercan elecciones.

Mientras tanto qué más da el jaleo de las reválidas, el problema de los recortes o la vergüenza ajena de ver cómo adultos hechos y derechos no firman un pacto que acabe de una vez por todas con los vaivenes de la educación en nuestro país. Mientras tanto, comienza el curso, y los que tratan de educar, los que entienden de enseñar y los que tienen que formarse vuelven a las aulas. Los otros, los que deciden, continúan aún en el patio del colegio, enredados en peleas tabernarias, jugando al pilla pilla y riéndose en nuestra cara.