Filólogo

En el paseo de Cánovas, en Cáceres, se encuentran, casi cara a cara, dos edificios de los denominados típicos y representativos. Uno, a punto de piqueta especulativa, era reivindicado hace unos días en estas páginas como pieza relevante del imaginario emocional y sentimental de los cacereños, solicitándose, por esta razón, el indulto para el mismo.

El otro, despostillado y achacoso, "tiene todas las herramientas en su acecho": el abandono, la suciedad, la incuria y la burocracia, seguramente su mayor dolencia. En él hace unos días cuidaba las caries y los derrumbamientos la guapa odontóloga Marisa, quien con su buen quehacer mantenía a punto de jardín el conocido y hoy desvencijado chalet de los Málaga.

El edificio advertido de piqueta, que será sustituido por otro más alto, más guapo y con indudable mejor plusvalía, nació, como siempre, primero en la mente de los especuladores que en los encargados del patrimonio, parcos en sensibilidad y memoria ciudadana. El otro, el chalet que se resiste a morir ofrece al viandante la imagen pordiosera y las mismas preguntas que el mendigo de la acera: cómo se consiente esto, por qué se llega a esta desidia, quién tiene la culpa de este derribo, qué administración genera esta cochambre y esta incompetencia, cómo evitar este inmisericorde desmoronamiento y esta lánguida agonía?

Aunque tenemos una edificante plantilla de profesionales y las últimas iniciativas para la recuperación del patrimonio extremeño son aceptables, hay que confesar que no somos un pueblo excesivamente sensible con nuestro pasado. Un mayor control de la memoria histórica, de los restos arqueológicos y del patrimonio artístico, debiera generar un celo administrativo que evitara convertir nuestra herencia y nuestros recuerdos en almoneda. No es difícil entenderlo: el derribo produce derribo; la restauración, autoestima.