Articular una reflexión sobre estos términos no es fácil, ni siquiera contando con la ayuda del diccionario de la Real Academia.

El PATRIOTISMO es «amor a la patria» o «sentimiento y conducta propia del patriota». Sin embargo, en el amplio y difuso ámbito de la izquierda, es palabra proscrita. Nunca se pronuncia entre los líderes de PSOE, IU o Podemos. Suelen referirse a «este país», al «Estado Español», quizás a «nuestro país» pero casi nunca «España» y nunca «nuestra patria». De esta forma, la derecha, desde la extrema hasta el centro, se ha adueñado del término y de sus símbolos como si fueran más o mejores españoles que los otros. El hecho de silbar al himno o a la rojigualda es una particularidad «made in Spain» porque en otros países es algo inaudito. En Francia, tanto Melenchon como Macron o Marine le Pen empiezan sus mítines con «Queridos compatriotas…».

Mi vida profesional me ha llevado a trabajar en Francia, Italia, Portugal y Marruecos. En todos esos sitios he ejercido de español y si era preciso entrar en detalles, ejercía de extremeño. En ese tiempo, discutí cordialmente con los italianos… sobre el aceite de oliva o que los Picos de Europa son más espectaculares que los Dolomitas; con los franceses, que el Cabrales no le envidia nada al Roquefort o que la torta de la Serena es el mejor queso del mundo; con los ingleses, poniendo a Cervantes por encima de Shakespeare o en trifulcas menos cordiales, les demostraba que los genocidios históricos de los británicos en los territorios de su imperio eran tanto o más execrables que la tristemente famosa Leyenda Negra española, aunque se hablara y se escribiera sólo de ésta. Para mi sorpresa, me decían que yo era un «chauvinista español», y que no era objetivo en mis opiniones… porque era muy patriota. Sin saberlo yo, que nunca presumí de himno y bandera, era un patriota.

CREO QUE ES verdad eso de que el nacionalismo se cura viajando e igualmente creo que viajando normalizas y reconoces tu patriotismo. Sin caer en las estupideces del tipo «…soy español, ¿a qué quieres que te gane?», relativizas tus orígenes y tus referentes, asumes tu historia y tu cultura.

Reconozco ese proceso en primera persona porque en todo ese tiempo, casi nueve años, no dejé de estar al corriente de todo lo que ocurría en España. Me indigné con la marea de chapapote en Galicia, me alarmé con los efectos que el fracking provocaba en la costa de Tarragona, me agobié con la sequía que periódicamente azota al Levante, me entristecían los incendios de Castilla-La Mancha así como me sublevaban las reformas laborales, me cabreaba la congelación de las pensiones y me escandalizaban los casos de corrupción que se iban conociendo en Madrid, Valencia, Andalucía, Cataluña… Mi patriotismo era y es sentirme concernido y responsable por todo lo que ocurría desde Finisterre al Cabo de Creus y desde Algeciras a Santander. Va a ser difícil, pero alguna vez nuestra izquierda tendrá que superar el pudor de sentirse patriota y expresar su patriotismo para que ese sentimiento que en otros países es patrimonio común, no quede irremediablemente contaminado y adscrito a un espacio político muy concreto.

LA OTRA PALABRA, SOBERANÍA, es igualmente ambigua y delicada. El diccionario tampoco ayuda mucho para ponerse de acuerdo en qué se entiende por soberanía. Tiene que ver con «poder supremo que ejerce un estado sobre…» «capacidad de decidir sobre…», etc. y en la concreción tras los puntos suspensivos se abre el campo de las interpretaciones y las dudas. ¿Poder sobre qué? ¿Dónde empieza y dónde acaba? ¿Quién decide y sobre qué? Las Constituciones asocian el término soberanía al de «pueblo», nos dicen que «la soberanía reside en el Pueblo», o mejor aún, «todos los poderes emanan del Pueblo». Bien, pero la brevedad del enunciado tampoco ayuda mucho porque rápidamente se plantea la discusión sobre ¿Qué es Pueblo? ¿Quién forma el Pueblo? ¿Qué rasgos reúne un colectivo para llamarlo Pueblo? ¿Hay un ámbito territorial en el que se circunscribe un pueblo? … ¿Se puede hablar de «Pueblo extremeño», «Pueblo andaluz», «Pueblo catalán»… ¿ y por qué no, Pueblo de Madrid, Pueblo de Badajoz o Pueblo de Barcelona? Precisamente por ser términos tan ambiguos y por lo tanto interpretables, no hay respuesta común a las múltiples preguntas planteadas y sólo si consensuamos las respuestas podemos sentarnos a debatir, acordar y decidir.

Hasta que lo cambiemos por otro más amplio y flexible, el único consenso más o menos precario, más o menos rígido que tenemos hasta ahora, es la Constitución de 1978. Guste más, guste menos o guste nada, en este ámbito de consenso es en el que se puede encontrar cierta lógica para ensamblar los términos de pueblo, territorio, soberanía y derecho a decidir. Tanto la soberanía como el derecho a decidir serían patrimonio colectivo, un pro-indiviso que pertenece a todos. Concretando, entiendo que cualquier ciudadano español, sea andaluz, cántabro, catalán o extremeño, tiene la cuarenta y cinco millonésima parte de la soberanía del Estado Español y por lo tanto, TODOS TENEMOS DERECHO A DECIDIR… SOBRE TODO, no sólo los extremeños sobre Extremadura, los andaluces sobre Andalucía o los catalanes sobre Cataluña. Para lo particular están los Estatutos de Autonomía, pero para lo global y lo general, una parte no puede decidir por el todo.

SI COMO SE dice, se quiere facilitar un más cómodo encaje de las nacionalidades y regiones que componen este país, cambiemos la Constitución. En estas «dos Españas» que se han vuelto a configurar, unos se han instalado en el pánico histórico a abordar los cambios y otros empujados por la prisa histórica, parecen olvidar que la actual Constitución no es ni eterna ni inmutable y en consecuencia desprecian o ignoran el Art. 87, el Art. 92, o el Art. 168. ¿Por qué no se utilizan las estrechas puertas que abre el 168 para cambiar, entre otros, el propio Art. 168, el Titulo X entero o la Constitución toda? ¿Qué impide iniciar ese camino? Algunos, quizá muchos, nos sentimos descolocados y pesimistas.

Los que nos sentimos descolocados en este escenario maniqueo, seguiremos descolocados mucho tiempo. Los que pensamos que la corrupción inhabilita al PP para gobernar pero que no creemos que Borrell, Serrat o Paco Frutos sean fachas, seguiremos siendo pesimistas. El hartazgo que provoca la omnipresencia mediática del procés y todo lo que se ha generado alrededor en estos meses, nos da razones para pensar que es el escenario político preferido por unos y por otros. Para los del pánico al cambio, les viene muy bien para ocultar sus vergüenzas y meter miedo. Para los que tienen mucha prisa, les sirve para seguir en la permanente huida hacia adelante y vender esperanza. A los Puigdemont y Forcadell, para las dos cosas.

Y a la inmensa mayoría de los españoles, incluidos los catalanes, no les sirve para nada.