Carles Puigdemont renunció ayer «de manera provisional» (signifique lo que signifique esa matización) a presentar su candidatura a ser investido president. En un mensaje de 13 minutos grabado en Bruselas y difundido por las redes sociales, Puigdemont escenificó su particular paso al lado y señaló a Jordi Sánchez, el expresidente de la ANC que se encuentra en prisión preventiva, como su candidato a encabezar un Govern «del interior» que trabaje en «estrecha colaboración» con el Consell de la República para culminar el proceso constituyente. Un Consell de la República con base en Bruselas y presidido por él que debe «liderar el camino de la independencia efectiva».

El paso al lado de Puigdemont no supone, pues, aceptar, al menos retóricamente, la realidad. El expresident, al que horas antes el Parlament tan solo había dado la categoría de «legítimo candidato» a la presidencia de la Generalitat, revistió su renuncia del tono épico con el que logró que Junts per Catalunya fuera la lista vencedora en el bloque independentista en las elecciones del pasado 21 de diciembre. Puigdemont cargó contra la aplicación del artículo 155, criticó con dureza al Rey de España, anunció una demanda contra el Estado español ante el Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas, y utilizó con su ligereza habitual conceptos muy graves y palabras muy gruesas, como «colonialismo», «ocupación» y «derechos humanos», en su línea de denunciar la, a su juicio, escasa calidad democrática del Estado español. Puigdemont se ve obligado contra su voluntad a renunciar a la presidencia de la Generalitat, pero el fracaso político que ello supone (tan solo cabe recordar los mensajes privados que envió a Toni Comín y que acabaron siendo publicados) queda sepultado con una nueva ofensiva para mantener el pulso con el Estado español y sus instituciones.

Esa es la estrategia de Puigdemont y Junts per Catalunya y esa es la intención que subyace con la candidatura de Sánchez. El juez Pablo Llarena del Tribunal Supremo deberá ahora decidir si permite a Sánchez presentarse a la investidura, en un nuevo choque institucional que en nada contribuye a apaciguar las aguas. La investidura entra en una nueva fase, con el reloj aún detenido, así que se prolonga aún más el bloqueo político que se vive en Cataluña. Porque los discursos y las palabras, por muy épicas que sean, esconden hechos. Y los hechos son que ese pulso con el Estado que Puigdemont y el bloque independentista quieren alargar prolonga una crisis política que ya ha tenido graves consecuencias políticas, sociales y económicas. Desde Bruselas, alejado de la realidad, Puigdemont suma y sigue, mientras Cataluña resta.