Me tapaban los oídos. O me espetaban aquello de "niño, vete ahí abajo a jugar y a correr un ratino, anda". Esos son mis primeros no recuerdos del estadio Príncipe Felipe y de su verdiblanco equipo de fútbol, el Cacereño. Lo primero, por mi abuelo, que al parecer se dejaba en casa su permanente figura enjuta y su proverbial educación y temple, se transformaba los días de partido y soltaba algunas lindezas, especialmente cuando se acordaba de la familia del árbitro, que el resto de mis mayores juzgaba que no debía escuchar. Lo segundo, supongo que era parte de esa impaciencia intoxicante de los niños y me mandaban con mi hermano o mi primo a no molestar abajo, pegado a la valla. Yo no soy capaz de rememorarlos, me los han contado. Así que mis visitas al feudo verdiblanco van más allá de lo que alcanza mi memoria.

También es cierto que no piso el Príncipe Felipe desde hace más de una década. Creo que fue en aquella ilusionante temporada 97-98 en la que rozamos el ansiado ascenso a segunda, que finalmente se nos volvió a escapar. Vivo fuera y soy más del baloncesto, qué le vamos a hacer, pero en general me parece que mantener deporte de todo tipo y a buen nivel competitivo es positivo para la ciudad. Me alegro cuando gana el equipo y me encantaría que volviera a Segunda, como en aquella histórica temporada en los 50. Y además veo positivo que se canalice apoyo institucional al deporte, aún incluso en medio de esta desanimante crisis. Con matizaciones, claro. Y las matizaciones son vitales para quienes nos negamos a positivar la vida únicamente en blanco y negro.

XPORQUEx esto no vale a cualquier coste. Por descontado, ya se imaginarán que todo esto viene por la polémica (un tanto artificial, en mi opinión) creada entre los dirigentes del club y los representantes municipales. Ahora, por el derrumbe de una de las torretas de iluminación por el viento a lo ciclogenesis que barrió Cáceres la semana pasada, torreta que se había caído anteriormente. Antes, por el estado del césped y otros arreglos del estadio. Así que estas cuitas sirven al club y sus dueños para quejarse de la desatención municipal y reclamar ayudas para recomponer aquello. Aduzco desde ya una falta de conocimiento exhaustivo en el tema, pero no me extraña el tono de estupefacción que denotan algunas respuestas dadas desde el ayuntamiento.

Si ya tienen ayudas públicas y el estadio es privado, ¿por qué nos piden --exigen-- que lo arreglemos? Eso digo yo... ¿por qué? Detrás de esta 'mourinhana' pregunta se oculta el hecho de que me preocupa sinceramente que pensemos siempre que el sector público debe estar presto a nuestro rescate. No entiendo a los directivos del Cacereño y a esos aficionados que demandan acción al consistorio. Primero, porque es un club privado. Segundo, porque sin olvidar la vertiente pública que tiene el deporte y el nombre de una ciudad en un escudo, al final todo se reduce al parné. Y de eso, ahora, hay poco.

No quiero elevar más allá de la categoría de ocurrencia lo de llevarse la 'franquicia' a Miajadas, aunque suene levemente a chantaje. Pero si mañana decidieran usar el estadio como garantía frente a un acreedor o para conseguir financiación, nada podrían hacer ni el ayuntamiento ni los cacereños, ya que como propietarios privados estarían en su derecho. Como lo están de contratar un seguro y que tenga prevista la cobertura de estos acontecimientos. Así que dejemos sensibilidades públicas aparte.

Debemos acostumbrarnos a prescindir de lo público como solución a cualquier desaguisado. No es el último recurso. Convertir al BOE en un listado anual de pedigüeños ha sido parte de lo que nos ha traído hasta aquí. Cuando hay que hacer recortes y ajustes, más nos vale tener la mente fría en asegurarnos de defender que el sector público no se retiré de allí dónde es imprescindible. Por ejemplo, la sanidad. Por ejemplo, la educación. Hay que ser coherentes y olvidarnos de que todo, todo, deba llevar aparejada una ayuda, una subvención. Queda mucho por cuidar y por mantener y es dónde hay que estar firme en que eso, eso, sí que no se toca. Integrarnos en la nueva realidad. Que el dinero público nos es que no sea de nadie, como decía aquella infausta, sino que, precisamente, es de todos.