Una de las consecuencias de la covidpandemia es la reducción del uso del dinero físico. El miedo a infectarse y el incremento de las compras online han provocado un mayor uso de la tarjeta de crédito y de los pagos electrónicos. Ante estas circunstancias, el partido socialista ha aprovechado para pedir en el Congreso eliminar gradualmente el dinero en efectivo. Esta medida, que no es nada social, requiere algunas reflexiones.

Suecia y los Estados bálticos están en esta línea. En estos países, la inmensa mayoría de los pagos de consumo ya se hacen por medios electrónicos. La práctica está tan extendida que hay establecimientos que no aceptan dinero metálico. Incluso en las colectas de las iglesias se utiliza la tarjeta y el móvil.

Los más interesados en reducir o suprimir el dinero metálico son los Go-biernos. Como razones principales se esgrimen la lucha contra la corrupción o el narcotráfico y alcanzar una recaudación fiscal más eficiente. Sin embargo, el Banco Central Europeo ya ha advertido que esta medida vulnera los principios del Tratado de la Unión Europea.

Si hacemos un análisis racional del problema, llegados a la conclusión de que los pagos mediante instrumentos electrónicos presentan múltiples ven-tajas: el empresario reduce los problemas de caja, se facilita al consumidor la realización de más compras, se evitan pérdidas o sustracciones de dinero y se agiliza el pago (TPV/datáfonos).

Sin embargo, no todo son ventajas. El exigir el pago electrónico indiscriminado puede tener un gran impacto social. Piénsese que a nivel mundial cerca del 80% de las transacciones de consumo se abonan en efectivo. En la Zona Euro el porcentaje baja, pero España sigue manteniendo uno de los índices más altos, aunque es cierto que disminuye a pasos agigantados. Además, existen otras razones de peso.

La utilización masiva de las nuevas tecnologías pone de relieve el grave problema del destino que se da a los datos personales que circulan por las redes. No cabe duda de que una compraventa electrónica deja más rastros que una convencional. La consideración de que el procesamiento de datos permite trazar el perfil y conocer las necesidades y gustos de las personas ha hecho sonar las alarmas. La información así obtenida puede ser utilizada con fines espurios, lo que supone una grave invasión de nuestra privacidad. De esta forma se conculca la libertad personal y el derecho a la intimidad.

A esto se añade que el Estado, además de poder conocer y controlar nuestras finanzas -que sería aceptable desde el punto de vista fiscal--, puede también utilizar esos datos de forma impropia. Se ha comprobado que es una de las armas que utilizan los regímenes autoritarios para controlar a los disidentes. En un mundo sin dinero físico, todos pasaríamos a depender del sistema bancario y perderíamos libertad en las decisiones económicas.

A todo ello hay que sumar el sinsentido que hay en el hecho de que los Estados permitan la apertura de cuentas anónimas a las grandes multinacionales; que no combatan los paraísos fiscales; que concedan amnistías tributarias a las grandes fortunas, y que, por el contrario, solo quieran controlar el efectivo de los ciudadanos de a pie.

Las normas jurídicas están para regular los conflictos que surgen en la vida social, no para controlar a los ciudadanos, ni mucho menos para imponer conductas. Entre otras razones, porque una exigencia extrema de pagos digitales supondrá que se arrincone a un gran sector de la población no acostumbrada a las nuevas tecnologías, que es lo que se ha visto con la implantación de las nuevas sucursales bancarias ofimatizadas. Por eso, debe ser el uso social el que marque el tránsito a la digitalización del dinero.

El Estado debe garantizar todos los derechos. Entre ellos, el de la privacidad y la libertad. Por eso, más allá del respeto al papel histórico que ha des-empeñado el papel-moneda, la posibilidad de hacer o no hacer pagos en efectivo debe ser una opción personal, no una imposición estatal.

*Catedrático de Derecho Mercantil.