Tal vez algún día haya una autoridad planetaria. Tal vez no. Seguramente no pasaremos de regirnos, a lo sumo, mediante acuerdos de alcance global adoptados por gobiernos territorialmente parciales, como los actuales. Tenemos muestras de ello: la gestión del espacio aéreo, el Protocolo de Kioto y lo que salga de la cumbre de Copenhague, las reglas de la circulación rodada, etcétera. Los grupos humanos son tantos y tan profundamente diferenciados por sus distintas culturas, lenguas y momentos de civilización, que, al menos en las próximas generaciones, cuesta imaginarlos sujetos a una unidad de acción política. No hay más que ver las dificultades con que topa la vertebración de la Unión Europea.

Mientras, los retos y los problemas de carácter global son cada vez más corrientes. No disponemos de autoridad planetaria, pero sí compartimos una sola atmósfera y sufriremos de forma colectiva los efectos climáticos de su régimen alterado. Olvidamos que la biosfera está globalizada de buen principio y por eso tenemos dificultades culturales para gobernar un espacio que es biológicamente unitario desde la aparición de la vida.

Todos los códigos básicos de la materia viva responden a los mismos estándares, lo que permite practicar la ingeniería genética: un gen bacteriano puede ser incorporado a una célula vegetal digerible por un animal, por ejemplo. Los mismos átomos de carbono, oxígeno, hidrógeno, nitrógeno, fósforo, potasio y poco más sirven para construir animales, plantas, hongos, bacterias o virus y circulan constantemente en el gran carrusel de la biosfera universal.

XHABRIA QUEx pensar como especie, pues. Hubo varias especies humanas, pero solo queda una: Homo sapiens . Una única especie que se sirve de todas las demás y de todos los recursos planetarios sin haber desarrollado aún un pensamiento proporcionado a su estrategia operativa. No pensamos como especie, sino como grupos culturales parciales. Justamente por ello tenemos gobiernos sectoriales. La condición personal del proceso reflexivo y las herramientas lingüísticas y culturales con que cuenta explican el fenómeno, pero no justifican su conveniencia. Es muy inconveniente, de hecho. Somos una especie que incide sobre la globalidad a partir de destrezas culturales que no responden a pensamiento biológico específico alguno.

El paleoantropólogo Eudald Carbonell sostiene que todavía no somos humanos. Quiere decir que no pensamos como especie, creo. En realidad, nos comportamos como una plaga. Ecológicamente hablando, somos una plaga, una especie oportunista y resistente a los mecanismos de defensa de las demás, a cuya costa crecemos de forma rápida e incontrolada. El problema de las plagas es que cavan su propia fosa. Al expandirse a expensas de todo, acaban diezmadas y reducidas a pequeños estocs residuales, prestos, eso sí, a empezar de nuevo. Si pensáramos como especie e inteligentemente, no nos doblegaríamos tan dócilmente a los principios generales de la ecología y adoptaríamos estrategias sensatas para con nuestros intereses. No lo hacemos. Casi llegados al punto álgido de nuestra expansión epidémica, no nos percatamos de nada, creemos que gobernamos al sistema que en realidad nos gobierna a nosotros y actuamos de instinto, como una langosta africana cualquiera.

Pretender que los chinos o los indios no viertan dióxido de carbono a la atmósfera después de que los occidentales la hayamos colmado de este gas (en términos de efecto invernadero) es poco realista, amén de cínico. Pero verter más CO2 resulta perjudicial para todos. Para resolver semejante conflicto precisaríamos pensar como especie. Ello nos llevaría a frenar el boom demográfico, a contener la demanda de energía fósil y a redistribuir los recursos económicos acaparados durante el proceso de acumulación vivido por Occidente en la primera fase de la civilización industrial. No lo haremos, obviamente, porque pensamos como individuos y, pues, no hemos desarrollado y asumido los valores culturales que nos inducirían a adoptar esta sociológicamente trabajosa decisión.

Si no acabamos pensando como especie a algunas generaciones vista, las leyes de la ecología nos tratarán como a cualquiera de las demás especies, que tampoco piensan. Peor, de hecho, porque nuestro imperfecto pensamiento nos hace ecológicamente muy agresivos. Disponemos de racionalidad para capturar y transformar como nunca antes lo hizo especie alguna, pero no para comprender nuestro lugar en la biosfera. Somos una plaga menos inteligente de lo que creemos. Las leyes de la ecología nos pararán los pies, ya empezaron a hacerlo. Pero no sin dolor y sufrimiento.

Todo ello, poco le importa al planeta. La buena fe de quienes pretenden salvarlo es tan incuestionable como evidente su ingenuidad. Lo único que de verdad peligra somos nosotros. La Tierra y su biosfera han tenido atmósferas oxidantes y reductoras, temperaturas altas y bajas, unas especies u otras. Quien necesita esta atmósfera, este clima, estas especies y estos paisajes que ahora hay somos los humanos. Si pensáramos como especie, la cumbre de Copenhague sería un éxito. Mejor dicho: no haría falta.