TRtockville, Maryland, Estados Unidos, año 2099. Todo comenzó por una extraña sensación de melancolía. Nunca antes había notado ese pellizco en la boca del estómago y no entendía el porqué. Carecía de motivos. Podía considerarse un hombre afortunado, mucho, y se afianzó en el convencimiento al observar, a través del ventanal, cómo sus hijos correteaban en el jardín tecnológico. Su compañera y él los habían elegido a la carta: rubios, la piel láctea y anglosajona, la segunda dentición libre de caries. Acababan de mudarse a una de las nuevas urbanizaciones para la casta superior, fortificadas contra eventuales ataques terroristas o de las jaurías de desheredados. Burbujas para blancos, muy ricos, coeficiente intelectual superior.

Aún no conocía a los vecinos --al complejo se accedía a través de un enjambre de túneles subterráneos--, pero estaba seguro de que ellos también habían sometido a sus familias a la costosísima intervención. Desde los experimentos pioneros de Craig Venter , que ya parecían prehistoria, la humanidad había logrado culminar un sueño: la modificación en laboratorio del genoma blindaba los cuerpos contra el cáncer, el alzhéimer, las cardiopatías, las dolencias del sistema nervioso, la depresión y cualquier signo externo de envejecimiento. Y si algo sucedía --la vida está llena de imponderables--, él y los suyos se encontraban en el rincón del planeta con las mejores clínicas de pago. Todo debía transcurrir, pues, por una senda plácida, previsible, recta, calculada. Y, aun así, persistía el peso en las tripas. Ya no sabía decirse si se trataba de una sensación física o de un malestar moral.

Aquella noche no tuvo apetito a la hora de la cena hipervitamínica y decidió acostarse pronto. Y fue justo en el momento en que se tumbaba en la cámara de oxígeno para descansar cuando obtuvo la respuesta en un fogonazo de lucidez: el espanto no era, como habían temido sus antepasados, que los robots llegasen a humanizarse. No, la pesadilla era que los hombres se convirtiesen en máquinas.