Lo peor de la reforma educativa no es que la religión vuelva a contar para la nota media, y que la Conferencia episcopal saque pecho para recordar que la asignatura tendrá una labor evangelizadora. Nada de historia de las religiones o estudio sobre su influencia indudable en nuestro pensamiento, que tendría mucho más sentido.

Luego se quejan de que padres y alumnos menosprecian esta asignatura y no le dan valor social o científico. A primera vista, se me ocurre que puede ser porque la religión no es una ciencia, sino todo lo contrario. No hace falta remontarse a Galileo , basta leer lo que piensan sobre la fecundación in vitro, por ejemplo; sin embargo, lo peor de la reforma educativa no es esto, por más grave que sea en un país no confesional. Tampoco lo es la financiación a colegios que segregan por sexo o las reválidas, cuyo funcionamiento no aclaran. O que se quiera implantar este cambio en septiembre, a la vuelta de la esquina. O que se haga en una época de recortes, cuando se nos dice que no hay dinero para calefacción, para cubrir las bajas de los profesores o para que los alumnos puedan cambiar sus libros de texto.

Lo peor, sin duda, es que este gobierno ha tenido una oportunidad para reformar el sistema educativo y la ha desaprovechado. Ya que la ley iba a aprobarse como todas, a gusto del partido de turno, podrían haber diseñado un modelo que eliminara los vicios de la Logse, y que mirará más allá de una legislatura. En cambio, nos han metido de cabeza en una reforma que hace de la religión, su ariete y de la falta de consenso, su seña de identidad. Y en medio, nuestros hijos, mis alumnos, su futuro.