Por si no se habían enterado, ha nevado en Madrid. No sabemos si en el resto de España (de Toledo sí nos han informado, quizá por la cercanía a la capital), pero los telediarios se han centrado en un único lugar. A las imágenes idílicas del parque del Retiro cubierto de blanco y a los niños jugando con muñecos de nieve, incluso a la aparición onírica de un trineo tirado por perros, han sucedido las fotografías del desastre. Los árboles no han aguantado el peso y han perdido casi todas las ramas, las aceras se han convertido en pistas de patinaje y las urgencias se han llenado de escayolas. Se cerraron colegios e institutos, los sanitarios, como si no hubieran tenido ya suficiente, tuvieron que doblar turno porque sus compañeros no podían llegar por el colapso de las carreteras, y los supermercados quedaron desabastecidos. Lo describía Muñoz Molina el domingo, recordando su experiencia americana. Nos contaba el silencio que producen las nevadas, la sensación de pureza y mundo por estrenar que enseguida se convierte en una pesadilla sobre todo si la ciudad y sus habitantes no están acostumbrados. Bajo el manto blanco yacen escondidos todos los desperdicios que no ha podido eliminar el servicio de limpieza. También bajo ese manto en Madrid han aparecido cadáveres de personas sin hogar a las que la nieve ha traído el silencio definitivo que se ha solapado al olvido al que ya estaban condenadas. Una de ellas estaba a la altura del número 25 de la calle Arganda, en el distrito de Arganzuela. Digo estos datos para hacerlo más humano, para poner al menos unas coordenadas al anonimato cruel de su existencia. A su lado aparecieron los cartones que constituían su cama. No presenta signos de violencia, así que se supone que se quedó dormido y la nieve hizo su trabajo. De todos los cuentos infantiles, el que más me ha sobrecogido siempre, el que nunca quería leer, era el de la pequeña cerillera. La protagonista es una niña que vende cerillas en Nochebuena y no puede volver a casa sin dinero porque la espera un padre cruel.

Cada vez queda menos gente en la calle, y ella va encendiendo sus fósforos para calentarse un poco e imagina un mundo mejor, más cálido y feliz, mientras dura la breve luz de la cerilla. Muere de frío, con una sonrisa en los labios. Me he acordado de este cuento que me parecía imposible, que hablaba de una época que ya no iba a volver. Me he acordado y he vuelto a sentir el horror que me producía la muerte de la niña, dormida en la nieve, y me pregunto qué contaremos de esta época a nuestros hijos, qué cuento de Navidad evitará hablar de personas congeladas porque no tienen hogar, cómo podemos sentir orgullo de una sociedad insolidaria que, siglo y medio más tarde, aún podría ser materia narrativa para otro cuento de Andersen.