La Comisión Europea ha advertido que la eurozona y España encaran unos años de menores avances del PIB. No se trata de otra recesión: crecimiento en España, sí; por encima del área del euro, también; pero a ritmos más reducidos. Es en este marco en el que quisiera discutir acerca de las percepciones existentes sobre la crisis y su final. En PIB, en el 2017 alcanzamos ya el del 2007 y, desde este punto de vista, aquella puede considerarse zanjada. Si ello es así, ¿por qué este clima psicológico de persistencia de sus más negativos efectos? La pregunta no es baladí: según se responda, se apuntará a las consecuencias de los choques financieros o a razones que están más allá de estos y, por lo tanto, más difíciles de tratar. Para avanzar, hay que separar tres percepciones distintas sobre la crisis y sus impactos: en empleo, en salarios y en expectativas.

En ocupación, los 19,5 millones del tercer trimestre del 2018 solo están todavía un 6% por debajo de los 20,7 millones del 2007. Y, en términos de paro, regresar a los 1,8 millones de entonces exige reducirlo unos 1,5 millones adicionales. Por tanto, en términos de empleo y paro, los efectos de las recesiones financieras son todavía evidentes.

En salarios, contenidos en su crecimiento y reducidos en términos absolutos, en particular en los jóvenes, no puede postularse lo mismo. Cierto que parte de esa situación es imputable a la crisis (en la función pública, por ejemplo, y en algunos ámbitos privados). Pero no se confundan. Tras la austeridad y la devaluación interna a la que nos obligó nuestra pertenencia al euro operaban, y continúan operando, fuerzas de mayor calado. En particular, me refiero a los negativos impactos sobre salarios del crecimiento de la competencia internacional o del cambio técnico. Con relación al primer aspecto, visualicen el mapa de la oferta de bienes y servicios procedente de países que antes no formaban parte de la producción global, posible por un insólito aumento de mano de obra.

Pero este no es un fenómeno derivado la crisis. Ya a principios de los 2000, el presidente de la Fed, Alan Greenspan, atribuía la inusual combinación de fuerte aumento del PIB americano y baja inflación a ese crecimiento de la oferta de trabajo mundial, estimada entonces en la incorporación de unos 1.300 millones de nuevos trabajadores a la producción. Cierto que también destacaba otros factores, pero el choque de ese crecimiento, tanto sobre el poder de negociación sindical como sobre el nivel salarial, le parecía el más relevante. ¿Se ha reducido esa presión entre el 2001 y el 2018? En absoluto. Por el contrario, no ha dejado de aumentar. Y ahí tienen las reacciones proteccionistas de Donald Trump y del brexit, y los programas nacionalistas de Marine Le Pen, la Liga Norte, Luigi Di Maio y toda la cohorte de partidos que predican el cierre de fronteras.

Finalmente, resta la situación de las expectativas de futuro sobre empleo y salarios. En lo tocante a ellas, hay que incorporar un elemento adicional que está adquiriendo una creciente importancia, aunque sus primeros efectos eran, al igual que con el aumento de la competencia mundial, previos a la crisis. Me refiero al cambio técnico. Sus consecuencias son claras sobre la estabilidad, o mera existencia, de una miríada de empleos medios o medios-bajos en los que amplios sectores sociales basaban su futuro. Ejemplos de ello: alquiler de vivienda turística, transporte de personas, comercio al detalle, traducción y edición o prensa escrita.

Además, la rapidez con la que se desarrolla la llamada inteligencia artificial está generando una presión adicional en sectores terciarios que, hasta hace poco, parecían a salvo: para ciertos trabajos profesionales, existen ya plataformas globales que permiten a los free lance de países muy alejados entre sí competir, a la baja, en precio de sus servicios, deteriorando su capacidad de ingreso.

Los más negativos efectos de la crisis sobre la ocupación están a punto de superarse. Pero la globalización y el cambio técnico continúan ahí. Y sus consecuencias sobre la desigualdad y estabilidad laboral, a menos que la UE no cambie de política, no se modificarán: destrucción de empleos de calidad, inseguridad creciente y salarios a la baja. Haríamos mal en confundir los efectos de la austeridad y la crisis financiera con los de esos movimientos tectónicos en la economía global. Porque aquella pasará, pero la globalización y las nuevas tecnologías han llegado para quedarse: bienvenidos a la poscrisis.

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