TPtara quien no sabe desconectar, el mes de agosto se convierte en un infierno. Si quiere hacer una reforma en su casa, todo cierra hasta septiembre, y cualquier compra o encargo tiene que ser por catálogo. Queda el recurso de no coger vacaciones y seguir enfrascado en el trabajo, o hacer lo contrario, o sea, enfrascarse en las vacaciones como si fueran trabajo.

El caso es ocupar el tiempo de algún modo, hasta que la vuelta a la rutina coloque todo en su sitio. Las personas que no saben disfrutar del tiempo libre se levantan con la angustia de llenar las horas hasta la noche, en lugar de dejarse arrastrar por la pereza gozosa de las mañanas de agosto. Nada de desayunar sin prisas en la terraza porque siempre existe un quehacer aplazado: libros, música, películas, series o visitas, con lo que los días se programan como una maratón imposible: cena con los vecinos, comida con los cuñados y Juego de Tronos hasta las seis de la mañana, no sea que nos quede alguna temporada sin ver y fastidiemos el verano. Si salen fuera, la playa no es el escenario perfecto para jugar con los niños, sino un sitio horrible donde los periódicos no pueden desplegarse y los aparatos electrónicos se llenan de arena. Y de los pueblos de interior mejor nos olvidamos. Cómo pueden llamarse remansos de paz, sin wifi, sin mil canales de televisión y sobre todo, sin cobertura. Les queda viajar por el mundo para conocer otros países, eso sí, con horarios extenuantes.

Ahí sí pueden notar la satisfacción del trabajo bien hecho, de aprovechar estos días para llenarlos en lugar de para vaciarse de inutilidades. Cuando vuelvan aún podrán ver otra serie u ordenar el trastero. La pereza y la dulce quietud las dejan para los demás, salvo para sus familias, pobres. Son esos niños que sueñan con castillos de arena y esas parejas que van dejando de soñar con que el tiempo que nunca tienen lo ponga todo en su sitio.