Es innegable, como dijo en su día la Conferencia Episcopal (CEE), que el mejor legado de nuestra historia reciente es "la concordia social". En este sentido, la Iglesia, en 1999, pidió "el perdón de Dios" para todos los que "se vieron implicados en acciones que el Evangelio reprueba". En esa misma línea, el cardenal Rouco, presidente de la CEE, acaba de volver a clamar por el espíritu de reconciliación, temeroso de "actitudes, palabras y estrategias" que, a raíz de la recuperación de la memoria histórica, "puedan derivar en confrontaciones".

Su propuesta de una "auténtica y sana purificación de la memoria", sin embargo, parece alejarse de los parámetros evangélicos de perdón y paz para entroncar con una llamada a un cierto olvido "necesario" que no responde a las demandas de muchos ciudadanos en su legítimo deseo de conocer la verdad histórica.

La Iglesia sufrió en carne propia muchos de los desmanes de la guerra civil y luego participó, como institución, en la represión franquista, pero también en la recuperación de la democracia. El olvido nunca es la mejor medicina para un futuro conciliador. Debemos "liberar a los jóvenes de los lastres del pasado", como dice Rouco, pero no está claro que deba hacerse a través de la ignorancia de ese pasado.