En muchas ocasiones tengo que aclarar que no soy periodista, que escribir aquí no lo convierte a uno en profesional de una tarea que no es nada fácil y que requiere conocimientos y habilidades. Hace unas semanas, hablando con unos amigos del gremio, comentábamos que esta es la actividad en la que se exige una formación superior y pueden encontrarse los peores sueldos y condiciones laborales. Por no mencionar otros detalles como el trato humillante al que les someten quienes los convocan a ruedas de prensa en las que no se admite ni una sola pregunta.

Los modernos medios técnicos, los que nos permiten mandar una imagen desde aquí a Nueva Zelanda en unos segundos, no sirven para explicar la realidad en un pispás. Porque de la misma manera que nos muestran un documento relevante y esclarecedor, nos cuelan una foto trucada, falsa, extemporánea o desubicada. Por todo eso es imprescindible la presencia humana en la transmisión del conocimiento y de la información, y no se puede llevar a cabo ni de cualquier manera, ni a cualquier precio. Cuando supe que seres volátiles como Amy Martin cobraban a 3.000 euros la columna, mientras que jóvenes reporteras se patean las calles para intentar sacar 5 míseros euros limpios de cada nota que escriben, me quedé a medio camino entre la rabia y el desencanto: rabia por ser testigo de tanta injusticia, y desencantado por ver tan callados a los periodistas que deberían defender su noble oficio. Imagino que el miedo al desempleo explica todo, pero me pregunto si existe un límite a tanto desmán o esto tiende al infinito sin nadie que lo pare.