Ayer escribía tratando de hallar la perpetua luz. Esa luz que acostumbra a iluminar las zonas oscuras, remotas, donde el silencio gira sobre su propio vértice y se expande en busca de marineros muertos. Son esas zonas impenetrables, de amores velados, las que no se ven a a primera luz, las que arrojan al hombre hacia subterráneos insondables... Son pura oscuridad si no llegas a tiempo de darme las dos uvas que hay encerradas en tus ojos.

Allí, allí justo es donde yo intentaba buscar la luz que irradian las palabras. Palabras con las que pronuncio el nombre de las cosas. Palabras que hoy se me antojan besos. Rociadas de besos estampados en los libros, olvidados, sembrados, diseminados; doblegados besos de papiro, hilos de seda dibujando festones a la camisa blanca del libro.

Hacia la tarde sentí hambre de mis padres. Merendaban unos niños bajo el balcón y salí a ofrecerles girasoles por si sus padres llegaban después de ponerse el sol. Vivo en una casa orientada a la melancolía, esa cosa que nos llueve como abril pero no es un punto cardinal ni está descrita en los mapas continentales.

Los ruidos son de puertas que se abren, de ascensores.... de aire abanicando los visillos, de madres cocinando, de padres encajando muebles, de vasos que se rompen y grifos mal cerrados.

La vida viene empaquetada en las facturas del la luz. Del buzón he cogido las cartas desesperadas de alguien que se ofrece. Todo este desorden llena la mesa y trastoca mis planes de escritura.

La ropa tarda diez minutos más en secarse. He sacado el primer jersey del otoño. Mi armario es una fiesta a destiempo; huele a talco y mandarina, a heno y nostalgia, a no sé qué último paseo por las nubes. Huele a todo lo bonito y placentero de este mundo. Tengo para dar una vuelta al mundo en saquitos de lavanda y regresar siguiendo los acordes de pepinos y peonias.

Va a caer Septiembre en la cesta y hará el ruido de cien nueces. Mucho ruido.

Por la noche, otra vez me entra hambre de mis padres; abro la caja de fotografías en blanco y negro que saben a chocolate y veo el dulce vivir de antes; la inocencia hecha puro caramelo; los vestiditos como algodón de azúcar; las miradas desnudas y apacibles, sin la carga viral de estos tiempos digitales y desesperanzados.

Podría comer trocitos de ese pastel familiar sin parar, hasta los alrededores del mediodía y volver una y otra vez al dulce vivir, sacar de la caja los hojaldres y las palmeras siempre que me duela la garganta de tragarme tanto y tanto espanto. Coger las trufas y milhojas a manos llenas para sentir la cremosidad del pasado.

El viento se ha desmayado en mi ventana. Es un señor cansado de tanto correr y golpear los edificios, los árboles y las grúas. Se ha acurrucado en un renglón de la persiana y llama para que le deje entrar. Habrá que ir cerrando que he sentido escalofrío. Mañana mismo saco la manga larga a pasear.

La casa se ha quedado en silencio, salvo el viento que se cuela y me habla y mueve los manteles y pasa entre las velas y las baila, las agita. Quiere apagarlas pero ellas no se dejan. Debe ser esa la perpetua luz que ando buscando.

Tengo los pensamientos en el trastero. Allí cuelgan de alguna percha inestable, no consigo enderezarlos. Si los dejo mucho tiempo abajo, sin luz natural correrán la misma suerte de los abrigos viejos, padecerán humedades y esas otras enfermedades que acarrea el abandono. Quiero bajar a rescatarlos de esa zona oscura, remota, impenetrable. Quiero que sepan que aquí arriba hay calor y confort. Perpetua luz de mis velas. Luz, apenas.

Y ha sido Juan con sus 18 años quien le ha puesto nombre, le ha dado forma y perfil de faro. Hay un fulgor en la espesura.