TCtualquiera que haya pasado por la dolorosa experiencia de llevar sobre sus hombres parte del ataúd, en cuyo interior reposan los restos mortales de un familiar o un amigo, conoce la sensación de tan pesada carga. No obstante, la clase política y los estadísticos suelen tratar a los muertos con excesiva ligereza. Mientras para éstos los muertos son un factor numérico, y los factores numéricos no poseen ni novias, ni madres, para aquéllos son parte argumental de la oposición.

Lo que ocurre es que los muertos, como los carteros, siempre llaman dos o más veces, porque los muertos de un episodio nos recuerdan al de otro y eso llega a producir un efecto multiplicador insoportable. Los muertos del Líbano nos recuerdan al cadáver del parking de la T-4, y éste a los de la estación de Atocha, y los de la estación de Atocha a los del Yakolev. Por ese sistema podemos llegar a la memoria histórica, y de ahí, a la guerra de la Independencia y, ya puestos, a la batalla de Lepanto.

En España, además, los muertos cumplen la función social de la alarma. El semáforo que nunca se coloca, la curva que jamás se rediseña o el paso a nivel sin barrera, pueden tener barrera, rediseño y semáforo, cuando hay un muerto, pudiéramos decir en acto de servicio. La sensibilidad de la autoridad, hasta entonces incompetente, se agudiza, y, así, es posible que los transportes militares sean más seguros tras el suceso del Yakovlev, de la misma manera que los inhibidores abundarán tras la desidia del Líbano. Lo que no va a cambiar va a ser el aprovechamiento carroñero de la muerte que siempre excita al partido político, al encontrarse en la oposición. Lo hicieron éstos que ahora gobiernan cuando los otros gobernaban, y lo hacen estos que ya no gobiernan olvidados de sus quejas de entonces. Ignoran que los muertos son una pesada carga, y que aproximarse a ellos sin piedad y sin misericordia es exponerse a sufrir, un día u otro, su terrible peso.