Al contrario que a algunos amigos míos, nunca me interesó demasiado Estados Unidos, aunque tampoco sentí hacia ese país la hostilidad de otras personas.

La única vez que estuve allí fue en 2016, una semana en la Costa Este, aún con Obama como presidente, aunque en la televisión se hablaba ya mucho de Trump, que avanzaba imparable en las primarias republicanas.

Por entonces no conocía yo aún a Azahara Palomeque, que llevaba ya unos cuantos años en Estados Unidos, donde obtuvo un doctorado en Princeton y adonde había llegado desde una España en crisis, tras vivir hasta los 18 años en Badajoz y estudiar luego Periodismo en Madrid, Portugal y Brasil. En 2015 había publicado su libro American poems, poemario en español, pese al título, y que recientemente ha sido también publicado en inglés. En sus versos aparecía el desgarro entre el país que dejó atrás y en el que reside desde hace una década. Durante esos años, Palomeque conoció el duro camino de quienes llegan a un país que se considera el centro y modelo para el resto del mundo. Siempre me llamó la atención el contraste entre los estudiantes Erasmus y los americanos en Cáceres: mientras los primeros hacen amigos españoles o de otros países, los segundos solo se relacionan entre ellos.

Los lectores de El Periódico Extremadura tuvieron la ocasión, hasta hace poco, de leer su columna ‘Desde el exilio’, donde la autora diseccionaba múltiples aspectos de la sociedad estadounidense. Justo antes de la pandemia, RIL Editores publicó su libro Año 9. Crónicas catastróficas en la era Trump, donde desarrolla con mayor amplitud un retrato implacable de una sociedad que en lugar de ser «great again», como prometía su presidente, se muestra hoy en toda su desintegración, asolada por la pandemia de un virus nuevo y por el malestar racial de siempre, en un clima de violencia generalizada atizada desde el poder, y que Azahara Palomeque describe de modo magnífico en su crónica «Como quien oye llover».

Su voz es novedosa por reivindicar la escritura desde la «condición vulnerable» del emigrante, además en su caso la de una persona que, por sus rasgos y su nombre, es casi siempre etiquetada como árabe por los incultos estadounidenses, que consideran «humanos de segunda» a quienes muestran cierto color de piel o acento. Una de sus crónicas más conmovedoras es la titulada «Ahmad», donde un conductor de Uber, refugiado que había sido maestro en Siria, le cuenta su historia. Frente a su humanidad o la de Fayth, está lo inhumano del profesor y los alumnos de Derecho que se burlan del camionero negro condenado a 30 años de cárcel solo por transportar cocaína.

Entre sus crónicas americanas, Palomeque intercala dos dedicadas a Badajoz. En la primera lo recuerda como un «erial cultural donde me fue difícil encajar desde el principio», pues sus padres eran andaluces y habían llegado por motivos laborales a la que «en los años noventa era una ciudad inhóspita», con un casco antiguo «plagado de jeringuillas» y donde se curó de espanto de modo que «cuando me mudé a Sao Paulo me reía de la violencia callejera brasileña rememorando las tres veces que fui asaltada, una de ellas a punta de navaja, en territorio pacense». En la segunda, se añora un modo de vida donde cada minuto no es esclavo de la productividad.

Su mirada desprejuiciada y empática resultó más sagaz que la de muchos estadounidenses. Cuando estuve en Estados Unidos, todos los medios transmitían el mensaje de que, pese a todo, Trump no podía ganar: a esta extremeña emigrada le bastó mirar el paisaje de fábricas en ruinas en el tren de Filadelfia a Trenton (tan exótico para alguien de una región sin industrializar) para saber que Trump, con su propaganda de volver a un pasado idealizado, llegaría a la presidencia.

*Escritor.