Creían los ilusos que las redes sociales y las nuevas tecnologías servirían para acercarnos y recuperar el contacto con personas perdidas en los meandros del tiempo. Y sí, a veces pasa, pero la gran mayoría acaba por caer en manos de los pesados de siempre, que han encontrado una nueva vía para invadir tu intimidad y tus secretos.

Ya era difícil librarse de ellos, pero ahora resulta imposible. Un pesado te manda la foto de su niño. Qué bonito, contestas. Sí, dice él. Enseguida manda otra. Qué precioso, insistes. Sí, vuelve a contestar. Adiós, escribes, ingenuo, creyendo que así puedes despachar a un pesado; pero él sigue: un emoticono, un vídeo y un sinfín de bobadas que te dejan al borde del colapso.

La solución sería no contestar al primer mensaje, pero la buena educación insiste en que no puedes hacerlo. Da igual que no tengas Facebook, ese lugar magnífico donde personas que no te conocen de nada te piden compulsivamente que digas me gusta o no me gusta o no dejan de informarte de sus interesantes vidas (Yo en la parcela con una paella, escriben). Da igual que no uses twitter, esa herramienta con la que los quinceañeros mentales informan al mundo de a qué hora se acuestan o se levantan.

Los pesados siguen ahí, al acecho. Te bombardean con vídeos supuestamente graciosos, mandan mensajes y no acaban nunca las conversaciones. Cuelga tú, no, tú primero, decían los novios en mi época de estudiante, cuando solo había una cabina ante la que se formaban colas interminables. Y ahora, años después, desearías a los pesados la suerte de López Vázquez, un encierro eterno en una cabina sin nadie a quien llamar. Qué alivio.