XCxuando en 1989 fui a trabajar a Africa por primera vez, un alto funcionario del Banco Mundial destinado en Nairobi me dijo con la mayor tranquilidad que la pereza y el sida estaban haciendo tales estragos en el continente que al cabo de 10 años habría en él más de 12 millones de huérfanos del sida. Y así ha sido. A lo que todavía no hemos llegado es a lo que vino a decir a continuación, que una vez la población estuviera diezmada habría llegado el momento para que los estados desarrollados tomaran el control de estos países y recuperaran su maltrecha economía. Y es que, dicen los neoliberales, Africa y la mayoría de los países en desarrollo no tienen solución, porque sus habitantes son corruptos (sin pensar en quiénes les enseñaron a serlo y quiénes los corrompen hoy), les falta preparación (fuimos los colonizadores los que se la negamos), se matan y pierden en luchas tribales (nosotros dividimos sus territorios a nuestra conveniencia sin reparar en su cultura ni en la variedad de sus tribus) y son pueblos miserables (los expoliamos y los convertimos en esclavos). En resumen, carecen de las virtudes modernas que a nosotros nos han permitido llegar a la cúspide del progreso y de la riqueza. Pero en ningún momento hablan del brutal peso que para un país ya esquilmado como cualquiera de ellos supone la deuda y el servicio de la deuda. Y lo que es cierto, lo que cualquiera puede ver a poco que se adentre en los presupuestos de estos países, es que no tendrán solución mientras les aplaste esta deuda. Una deuda que procede de programas de ajuste estructural del Fondo Monetario Internacional o el Banco Mundial que, además del pago por royaltis o patentes a los países ricos, llevan implícitos unas condiciones de trabajo inhumanas para la mano de obra a fin de ser competitivos en el mercado mundial: sueldos de miseria, jornadas de 15 horas, trabajo infantil, condiciones de explotación...

Otras veces la deuda procede de la compra de armas para guerras que los mismos países ricos provocan para mantener su propio equilibrio en el mundo. Y otras, a embolados propuestos a los megalómanos dictadores que no son más que puro despilfarro para el país. Sin olvidar tantos programas e inversiones en forma de cooperación o de exportación del país de origen que en la mayoría de los casos devenga ya sus propios beneficios. Todo se grava con unos intereses que aumentan cada año. En 1975 se pagaba el 6,1% y hoy a veces alcanza el 44%. Hay países que siguen siendo deudores aunque hayan pagado dos o tres veces el monto de su deuda, que supone para los más pobres un tanto por ciento muy elevado de su PIB. ¿Cómo prosperar en estas condiciones? ¿Cómo no han de huir sus ciudadanos?

Por más que saben que con este peso de la deuda es muy poco lo que se puede hacer, los líderes de los países endeudados callan, pero sus sufridas poblaciones denuncian la deuda por ilegítima y defienden que no son los países ricos los acreedores y ellos los deudores, sino al revés. ¿Por qué no se reconocen sus deudas, la histórica, la ecológica y la moral?, dicen. Si Inglaterra montó su imperio sobre la droga y otras riquezas del Sureste asiático, España mantuvo su imperio con la plata y el oro procedentes de América del sur, Francia con las riquezas de Argelia, Indochina, Siria y el Líbano, Bélgica con la explotación criminal de las minas del Congo, ¿no habría que contabilizar lo que se llevaron esos colonizadores? Expolio de riquezas, anulación de la cultura y de la identidad, menosprecio por los indígenas a los que ni siquiera se les dio la más mínima educación, irracional división de los territorios que tantas guerras habría que provocar. ¿Quién habla hoy de todo esto? ¿Y de la deuda ecológica? ¿No pagan los países pobres el brutal consumo y el deterioro de los recursos del mundo en la misma medida que nosotros aunque no contribuyen en igual medida a su consumo? ¿Acaso son ellos responsables del cambio climático, del creciente agujero de la capa de ozono, de la contaminación de ríos y océanos, de la deforestación del planeta? Por no hablar de la deuda moral, deuda de sangre, que tantos países contrajeron con los países pobres enviando a sus torturadores y ejércitos para defender a los dictadores, siendo por tanto responsables igual que ellos de las muertes y desapariciones de decenas de miles de sus ciudadanos ¿Quién contabiliza estas brutales pérdidas?

Si lo analizamos bien, descubriremos que la deuda externa es la forma que el mundo rico ha inventado para mantener en estado de sumisión, cuando no de esclavitud, al pobre. Su fin no es sólo el enriquecimiento, sino la imposición en el mundo entero de un neoliberalismo económico brutal, disfrazado de democracia, que permite al 15% o 20% de la población vivir en el consumo más desalmado de los recursos del planeta, mientras el resto trabaja para ellos cuando no languidece de miseria y muere. Y la forma de imponer una globalización, vendida como el motor del progreso, cuando no es más que un beneficio para los países ricos. Ellos, los pobres, tienen un comercio sometido a aranceles y subvenciones impuestos por los países ricos, no pueden elegir dónde vivir y trabajar como nosotros, ni tienen la riqueza suficiente como para acceder a las nuevas tecnologías en igualdad de condiciones. Cabe pensar, pues, que tienen razón cuando dicen que los países ricos no sólo somos culpables de usura e injusticia histórica, sino que también somos responsables de la miseria y la falta de esperanza en que viven los países que decimos ayudar. Sin la condonación de la deuda no hay salvación ni para ellos ni, a la larga, para nadie.

*Escritora y directorade la Biblioteca Nacional