Que el poder corrompe es una verdad incuestionable que para algunos constituye un axioma y para otros dogma de fe. No me refiero a los casos, menos frecuentes pero más mediáticos, en que el poderoso se convierte en chorizo sino a una corrupción profunda y sutil de orden espiritual, difícil de percibir e igual de perversa. Y esto ocurre en mi opinión porque el que alcanza el poder, rodeado inmediata o progresivamente de adulación y prerrogativas sin cuento, termina olvidando que mandar no es un privilegio sino un servicio que incluye tomar decisiones difíciles en busca del bien común y confundiendo, al aislarse de la realidad, el bien de sus administrados con el suyo propio. Por eso es tan frecuente el obsceno victimismo de los que mandan, por el que creen, en buena medida de corazón, que el otro en lugar de criticarle debería arrimar el hombro y colaborar. Es la mejor manera y la más frecuente de desacreditar al oponente. Para el poderoso, envuelto en su nube de autocomplacencia, el que le reprueba suele hacerlo por maldad e inquina personal. Así, por ejemplo, censurar la actuación del Gobierno ante el secuestro de un barco español es antipatriota, o alzarse contra la subida de impuestos, insolidario. Este mecanismo de defensa se convierte en desvarío cuando propicia espectáculos surrealistas y ridículos, donde el mandatario se convierte en un triste payaso lleno de prepotencia con un ego hiperbólico que provoca el rubor ajeno y los disparates propios. El mejor ejemplo es el del inefable Berlusconi , el hombre sin duda más perseguido del mundo en toda la historia de la humanidad. Tampoco es mala muestra la del otro petimetre rico y provinciano que confunde el club de fútbol que preside con patrimonio personal, llama barcelonistas de mierda a los que no piensan como él e imbécil al pobrecito presidente de pobrecita comunidad autónoma que quiso hacerse famoso a su costa. Y luego va y lo cuenta. Porque criticarle a él es ser malo por antonomasia. Algo así como el Estado soy Yo pero en catalán ¡Qué peligro!