Fuiste, madre, para tus hijos como una luminaria que alumbró y condujo nuestras vidas. Tus manos, pródigas, nos mostraron el sendero a seguir. Salvaste escollos allanándolos con esfuerzo para que pudiéramos lograr las metas; pusiste esperanza en lo que parecía imposible; alegría en las horas bajas y derrochaste amor desinteresadamente. Si sonreías a pesar de estar sumida en el dolor, pues tu vida estuvo repleta de tribulaciones, fue para lograr vernos felices y apartar de nosotros la tristeza. En las muchas contrariedades e incomprensibles contratiempos de la vida, siempre perdonabas y, con mesura y espíritu conciliador, trataste con buena disposición de enderezar lo torcido y olvidar las ofensas.

Pero lo mejor es que siempre nos inculcaste a extraer de cada persona sus valores y a reconocer nuestros propios errores. Pero tu aparente fortaleza y tu frágil corazón fueron conducidos por una espiritualidad ejemplar. Si poseímos virtudes fue porque tú nos las otorgaste al creer en nosotros; si fuimos buenos fue porque tú nos veías así. Tus hijos representamos la meta y el fin de tu vida. Te has ido, madre, pero sigues y seguirás por siempre en nosotros. Tu huella será el referente más válido para nosotros en este mundo. Te has ido, sí, y tu espíritu busca ya, leve, el camino eterno hacia la luz.