WLwa muerte del general Augusto Pinochet Ugarte cierra uno de los capítulos más ominosos de la historia de América Latina. Más de 3.000 muertos, un tercio de ellos detenidos que luego desaparecieron, decenas de miles de presos y torturados y unos 300.000 exiliados fueron el legado del golpe militar de 1973 contra el régimen democrático de Allende. El levantamiento de Pinochet fue visto en España como una reedición del golpe de 1936 dado por Franco, héroe del general chileno. En la biografía de Pinochet se mezclan la traición del personaje al presidente Salvador Allende y a su Gobierno, la sangre de sus víctimas y el chantaje a sus deudos, sometidos al pánico del terrorismo de Estado. Desde el 11 de septiembre de 1973, la figura del tirano lo es también del mal absoluto, entendido este como el desprecio por los derechos humanos, el imperio de la ley y el Estado democrático. Acaso otros carniceros de la historia latinoamericana --Videla, Somoza y muchos más-- reúnen tantos o más títulos que el general chileno para reclamar para sí la encarnación del mal sin límites, pero la arrogancia exhibida por Pinochet lo convierten en una figura sin parangón.

El general ha muerto tras evitar la cárcel, los juicios --es encomiable aquí el esfuerzo del juez Garzón--, y sin asomo de arrepentimiento o de compasión. Pero sería poco riguroso con la historia imaginar que Pinochet por sus propios medios pudo convertirse en santo y seña de la vesania universal. Su gobierno fue posible porque contó con la ayuda de Estados Unidos, con la decisión del presidente Nixon y del secretario de Estado Henry Kissinger de contener a la izquierda allí donde asomara, dentro de la perversa lógica general de la guerra fría, donde, más que nunca, el fin justificó siempre los medios. En aplicación de la célebre frase del general Walters --"son unos hijos de puta, pero son nuestros hijos de puta"--, la Administración norteamericana prefirió la degollina a correr el riesgo de que se asentara el Gobierno de unidad popular que llegó al poder en Chile con la victoria de Allende en las urnas en 1970. Seguramente, fue la entidad de los crímenes que siguieron al bombardeo de La Moneda, unido al golpe de los militares argentinos, en 1976, lo que estableció un punto sin retorno. Pinochet, como más tarde Videla y sus secuaces, consiguió una rara unanimidad en el repudio de su régimen, por encima incluso de la división ideológica tradicional durante la guerra fría. Logró que ni siquiera la democracia cristiana, que minó la estabilidad de la Unidad Popular de Allende hasta cotas indefendibles, volviera sobre sus pasos para contener al liberticida y restaurar la decencia.

No deja de ser una paradoja que el general haya muerto el Día Internacional de los Derechos Humanos, que la ONU celebra para recordar al mundo que da cobijo a una legión de desposeídos. Entre estos están todos aquellos a quienes el general arrebató la vida, privó de sus derechos, los condenó al exilio o los persiguió. Ninguno recibirá el regalo de una sentencia condenatoria de su victimario, pero todos han visto restablecida su dignidad conforme la figura del general quedaba sepultada bajo una montaña de oprobio. A decir verdad, este proceso de desprestigio incontenible del tirano y de homenaje permanente a sus víctimas es una auténtica lección de la historia. El mundo es hoy mejor que en 1973 porque ha corregido en la medida de lo posible los efectos del crimen colectivo cometido por el Ejército al mando de Pinochet. Ni la propaganda puesta al servicio de la causa pinochetista por Estados Unidos ni el miedo pudieron evitar que creciera la reacción internacional en su contra. Antes de Pinochet no eran pocos los que creían que es posible la impunidad permanente. Pero, en la sociedad de la información global, la barra libre para los verdugos tiene fecha de caducidad. El general lo comprobó, acosado por los tribunales hasta el ataúd.