Catedrático de Historia

Contemporánea

Seamos brutalmente francos. En España nunca se ha logrado lo que los sociólogos Almond y Verba llaman una cultura cívica , un consenso de fondo sobre instituciones e identidad que subyace todas las parcialidades políticas y las enemistades ideológicas. Frente al fundamentalismo religioso, los decimonónicos liberales españoles creyeron poder decretar su aparición, soñando realizar una revolución por medios jurídicos para salir del atraso. Fallaron tristemente y, en vez del éxito a golpe de leyes, se encontraron con la ley de los golpes exitosos. Nunca se pudo edificar una lealtad sistémica , una afinidad ciudadana a valores comunes fundamentales, incuestionados. Pero, en vez de civismo consensuado, España ha quedado cargada con una cultura de guerra civil : en dos siglos, no ha habido régimen que haya durado más de 50 años. Gracias a ello, la postura ideológica considerada como intelectualmente moral es la crítica destructiva frente al poder supuestamente mal utilizado por los otros .

Como país de facciones, su máxima expresión cívica ha resultado ser el gubernamentalismo : la lealtad al partido, que afirma la validez de la estructura política cuando detenta el poder y la denuncia como injusta cuando es oposición. Como reza el grosero refrán acerca de los usos administrativos, a los amigos el culo, a los enemigos por el culo y al resto de la gente, la legislación vigente . Así, la única excepción a la moralidad de la crítica arrasadora, deslegitimadora, es el apoyo a los propios cuando ejercen el poder.

Si no hay ni cultura cívica , ni lealtad sistémica , entonces se hace imprescindible para cada facción poseer su historia y ejercerla como si de un mandoble se tratara. Cada sector en lid se ha servido de su historia como proyecto hipotético de monopolio del pasado y, en consecuencia, del futuro.

Así, la transición democrática fue una aproximación coyuntural entre aquellas facciones, tanto dentro como fuera del poder, que, al morir el dictador, estaban asustadas por el rebrote de una guerra civil, no como cultura , sino como hecho. Hicieron bien. Gracias a ello se estableció un sistema político de relativa flexibilidad, con espacio de discusión para centralistas y particularistas, con cierto ambiente de sociedad civil compartida en toda España, aderezado por un atisbo de cultura cívica . Por supuesto, hubo quienes se reafirmaron en la recuperación de la tradicional cultura de guerra civil . Ha sido el discurso vivo de ETA y sus partidarios, así como de núcleos más marginales, como el GRAPO. Su afirmación de actitudes tradicionales ha constituido su atractivo, la clave para entender su arraigo.

Por ello resulta significativa la proyección de un publicista, Pío Moa, exteórico del GRAPO, convertido en autor de libros de considerable resonancia editorial. Empezó por retractarse de sus esquemas ideológicos primitivos. Luego ha pasado a hacerse historiador de las culpas de las izquierdas en la guerra civil de 1936-1939, formulaciones que habían sido apartadas de la relectura pública más corriente con la transición .

La verdad es que el franquismo, dictadura personal disfrazada de amplio frente ideológico, siempre miró con inquietud cualquier investigación de sus orígenes bastardos. Así, en los años 60, la historia contemporánea, antes ignorada, surgió como campo de investigación militante, antifranquista casi por defecto. Como es de esperar, la obra de Moa ha provocado escándalo en la izquierda, acostumbrada al monopolio ideológico, y el regocijo en la derecha más conservadora, contenta de señalar cómo un extremista contrario se ha pasado a su campo.

Si su aportación sirviera para civilizar el contexto historiográfico y recordar puntos de vista subestimados por la moda hasta ahora dominante, sería una aportación. Pero mucho me temo que refleja la ancestral cultura de guerra civil en la cual, como inteligencia, Moa se formó.