De los súbditos se espera obediencia y cortesía, no faltas de educación que puedan molestar a la Corona. Los reyes nos disculpan porque saben que la crisis, esa entelequia que apenas sobrevuela los palacios, golpea las cabañas hasta destruirlas, dejando la huella amarga de una desesperanza que no cesa. Desahuciados, jóvenes que emigran, emigrantes que vuelven a sus países de origen, afectados por expedientes de regulación, jubilados sin ahorros que confiaron en el director de su sucursal de siempre, parados de larga duración y otros tantos conforman un reino oscuro que vive más allá de los liceos y los auditorios nacionales, en el territorio hostil de los orcos.

En el reino de la luz se celebran recepciones entre arañas de cristal, se baila a la luz de la luna y se discute el destino de un yate de nombre no muy apropiado. La Corona, magnánima como le corresponde, entiende que es legítimo que el pueblo llano exprese sus divergencias, pero no soporta la mala educación de los habitantes de la oscuridad, que se atreven a mancillar con sus pitos la perfección de un concierto. De los súbditos se esperan cosas simples: alegría ante la boda de los príncipes, flores para la reina, calles engalanadas y gritos de viva el rey, que surjan espontáneos, como si no se hubieran ensayado.

Y que aprendan modales, al menos para tragar sapos, culebras y hasta elefantes, inmunes a besos mágicos; por eso nunca se convierten en príncipes o princesas, sino en culebrones sin fin sobre números de carnés de identidad, cacerías en mitad del desastre y cuentas sin aclarar de un rosario que tiene muchos misterios, casi ninguno gozoso.