Supongo que es difícil describir qué se siente al arrebatar la vida a otro ser vivo, quizás no sea un sentimiento tan transcendental como puede suponerse, pero lo que sí parece es que engancha. A mí siempre me ha costado entender esos mundos que se basan en el placer de la muerte o el sufrimiento; de otro, claro. He debatido mucho con taurinos y cazadores, por ejemplo, que niegan la mayor y apelan al arte de una batalla, que yo veo desigual y controlada, o a la necesidad de equilibrar una naturaleza, que de por sí es sabia y que destrozamos por otros lados. Y siempre les queda rescatar aquello de que son animales y cuyo fin último es convertirlos en comida, como ocurre con otros muchos que acaban en nuestra sartén y por los que no se hace tanto ruido. Pero eluden la esencia de todo, no contestan a la gran pregunta: ¿Por qué gusta matar? Más allá, yo sólo veo ornamentos, justificaciones y una tradición anacrónica que empaña nuestra cultura. Un universo cruel y sádico al que seguimos emocionalmente enganchados y que deberíamos revisar.

Arranca la temporada de caza y este negocio de ocio en pleno siglo XXI crece a contracorriente. En una época en la que el objetivo es volver a cuidar este ecosistema que no nos pertenece, en la que nos esforzamos por preservar una tierra herida o de castigar a quien maltrata a animales, ¿dónde encajan estos disparos hedonistas?

En la rentabilidad, por supuesto. Es un negocio muy rentable. Mucho. La federación de caza estima que unos 3.700 millones de euros al año. Probablemente, más. Y esas mismas cifras hablan de unos 800.000 cazadores por temporada (sin contar furtivos, que son unos cuantos). No parecen muchos en un país de 45 millones de personas. Pero los cotos de caza están por todos lados y cuando se abre la veda, ya no hay marcha atrás. Porque los que disparan son pocos pero a menudo importantes, poderosos, ricos. Sería muy caro, para todos, que las monterías desaparecieran tal y como las conocemos. La caza mantiene muchos puestos de trabajo y da riqueza. Dinero, en el fondo, siempre el dinero.

Ecologistas en Acción ponía en marcha esta semana una campaña bajo el lema “La verdad de la caza”, en la que se denuncia la falta de control sobre esta actividad, la inseguridad que supone en nuestros campos (los accidentes mortales no son escasos) y la primacía con la que los «invade». No es el único colectivo que repite la necesidad de reconsiderar todo lo que envuelve a la cinegética en este país. Se acumulan argumentos como el daño irreparable que provoca en el medio ambiente, con 300 millones de cartuchos abandonados que suponen 5.000 toneladas de plomo entre nuestros árboles; o las miserables condiciones para los perros de caza de las conocidas realas. Pero la rueda sigue y, al igual que la tauramoquía, la caza se respeta tal cual en España, como si nada. Ahí se encalla mi fascinación, con esos que quitan vidas para gozar. Y me quedo colgada, evaluando lo transcendental que resulta para una cultura permitir que los niños puedan experimentar ese perverso placer de matar. Y engancharse a él (tener licencia para cazar es posible a partir de los 14 años).