Plácido Domingo ya está condenado. No sé si él lo sabe, pero entiendo que, por la prudencia de sus declaraciones, algo intuye. Si tampoco es así, conviene que alguien le diga ya que la batalla está perdida. Resuelta. Su delito es, ahora mismo, la posibilidad de haber cometido un par de décadas atrás abusos sexuales, aprovechando la superioridad que le confería su estatus profesional y económico, sobre nueve compañeras de trabajo y subordinadas.

Con este tipo de lenguaje (acusación, delitos) uno juraría que todo se habría articulado mediante un proceso judicial en marcha, o al menos una denuncia que presentara sólidos indicios. Pero no: lo que hay son una serie de declaraciones de (presuntas) víctimas que señalan al famoso tenor. Sin presentar prueba ni evidencia alguna, sino descansando el peso de su verdad en las declaraciones de otras posibles víctimas. Y el método se llama confesión ante The Asociated Press, una agencia de prensa.

Es el signo de estos nuevos tiempos, la justicia ya no es monopolio de los órganos jurisdiccionales. No están para nada de moda, desfasados ante la potencia de altavoz y la agilidad exprés, que no pide demasiados engorrosos formalismos, que confieren los medios y redes sociales. Vivimos tiempos de justicias mediáticas, en los que basta con acudir a una prensa (en sus amplios términos) afín a una determinada causa para que después no haya mucho más que hacer.

Algunos de los que posen su vista en estas líneas llegarán hasta aquí con una nueva acusación: hacia mí. Por justificar, por ser cómplice del abusador, por extender esa ley del silencio de la fraternal alianza heteropatriarcal. Me da igual: tengo claro que en estos tiempos llevar la libertad de pensamiento, aun desde el respeto, hasta sus consecuencias últimas genera enemigos. Bueno, en realidad, ahora simplemente tener una cuenta en Twitter te los genera. Incluso si ni siquiera has publicado un triste y desamparado tuit.

Pero no, no va de eso. Estas acusaciones nacen al calor del movimiento Me Too. Y no es que no haya nada malo en la afluencia de revelaciones y testimonios que ha propiciado el ambiente de protección que implica el Me Too, sino que es abiertamente positivo. Cualquier rebelión que acabe con impunidades y abusos desde una perspectiva garantista merece total apoyo. Incluso si Domingo no fuera culpable de delito alguno (una posibilidad, ahora mismo, nada descartable) debiera reflexionar sobre el uso tan tóxico de sus potestades como figura pública para obtener favores sexuales. Si causas como el Me Too consiguen erradicar comportamientos que no deben ser aceptados o jaleados, son más que bienvenidas. Pero es que esto no va de la bondad del activismo social.

Va de su uso como arma política. Conocemos otras corrientes similares que respaldan aspiraciones legítimas (violencia doméstica, racismo, homofobia) pero que en el camino de la defensa del valor que representan han perdido equilibrio. Y se han asentado en un todo vale utilitarista y en tácticas dudosamente éticas. Señalar, hostigar, etiquetar. En realidad, obtener una rápida sentencia sin juicio, con la que colmar sus deseos de cumplir con su propia profecía.

Decía recientemente Andrés Calamaro en una entrevista que prefiere no rebajar el precio de las palabras. Tiene razón. En algún (mal) momento hemos decidido abandonar la precisión en favor de la contundencia. Que un golpe en la mesa haga callar a todos es más por efecto del ruido o de la sorpresa que porque el gesto en sí esconda alguna autoridad.

Una acusación de este tipo es grave. Un abuso o una violación, más. Pero un reproche moral no es un delito. Ninguna causa merece que olvidemos las exigencias de un proceso formal y garantista. Eso, de hecho, es el material con el que se forja la democracia: tanto respeto a nuestra libertad individual que, cualquier tipo de coacción sobre ella, debe ser justificado. Esto implica que por atroz que sea el crimen (o mejor dicho: precisamente por ello) los acusados tendrán la protección propia de un estado de derecho.

Lo que ocurra socialmente ya es un lamento perdido. Miren a Morgan Freeman o al Pulitzer Junot Díaz. Acusados y condenados, sin importar su (posteriormente) probada inocencia. Porque a muchos de los plácidos instigadores de estas causas eso, como dice el personaje de Emma Thompson en Years and Years, «les importa una mierda». Daños colaterales, ¿les suena?

* Abogado. Especialista en finanzas