Decano de la Facultad de Derecho de la Uex

El Consejo de Ministros del pasado 28 de noviembre aprobó la tramitación de la enésima reforma del Código Penal que, a propuesta del Ministerio de Justicia, pretende, entre otros, el castigo de la autoridad o funcionario que careciendo de competencias, convocare o autorizare la convocatoria de consultas populares por vía de referéndum en cualquiera de las modalidades previstas en la Constitución . Esta sugerencia, elementalmente, tiene un destinatario muy concreto, cual es el presidente del Gobierno vasco, Juan José Ibarretxe, mentor de su ya famoso plan, en el que se postula la celebración de un referéndum sobre la soberanía de su comunidad autónoma. O, lo que es lo mismo, la norma está hecha a su medida, y la mayoría absoluta del partido en el Gobierno central terminará de cortar el paño y de hilar las costuras; y en breve plazo, siguiendo la costumbre.

Las relaciones entre la política y el ordenamiento criminal han sido siempre turbulentas, como expuso de manera proverbial el alemán Copic, en 1967 cuando escribió su obra Derecho penal político de nuevo cuño . Dicho autor alertaba acerca de los abusos que se producen en la práctica cuando las normas penales se dirigen a la imposición de un determinado modo de entender la organización política del Estado, y fiel exponente de estas invasiones infundadas de un espacio en otro lo constituyen los documentados estudios que el catedrático de Derecho Penal Francisco Muñoz Conde compila en su libro Edmund Mezger y el Derecho Penal de su tiempo --que alcanza hoy su cuarta edición-- donde se analiza cómo el nacionalsocialismo prostituyó el Derecho Penal para tratar de justificar sus inhumanos crímenes. En la actualidad, me apresuro a adelantarlo, la cuestión no llega a tales niveles, pero sí conviene ser cauto y, sobre todo, recordar algunos principios elementales que debieran presidir la actividad legislativa de un Estado democrático.

Para empezar, resulta obvio que los distintos cambios que un Código Penal, nada menos, requiera han de sucederse con base en una política criminal prediseñada reflexiva y motivadamente --en gruesos trazos, si se quiere, pero prediseñada--, sin precipitaciones ni variaciones de un día para otro al socaire de los acontecimientos (ni siquiera se ha elevado consulta al CGPJ). Y, además, si este modo de hacer leyes se reputase correcto, sus efectos en forma de normas privativas de libertad --de tres a cinco años en este supuesto-- tienen que atenerse a cuanto dicta el principio de intervención mínima, que se traduce en la práctica en acudir al Derecho Penal allí donde no pueden remediar la problemática otros ordenamientos menores.

Por fin, la implantación de un delito se subordina a la necesidad de proteger un determinado bien jurídico, y en este caso tampoco se advierte con la preceptiva claridad qué valor es el tutelado; máxime si se toma en consideración que la Ley Orgánica 2/1980, que regula las modalidades de referéndum, dicta que su autorización la otorga en exclusiva el Estado, previos el acuerdo del Gobierno y la convocatoria del Rey (artículo 2), lo que amordaza los delirios de grandeza del lehendakari. Amoldar el Código Penal a semejante disparate jurídico, y a tan deliberada ignorancia, es una tentación comprensible en un lego en Derecho, pero a la que no debe someterse todo un Ministerio de Justicia forzando un pulso tan delicado.

El Código Penal de 1995 tiene, en suma, instrumentos eficaces para sancionar los ataques más intolerables al ordenamiento constitucional, con un título que detalla los delitos contra la Constitución (rebelión y contra las instituciones del Estado, por ejemplo). Dilatar el catálogo de delitos políticos no es, por definición, recomendable. Conviene en esta materia contar tres antes de inventar infracciones de esta especie. Y, entre tanto, repudiar el plan secesionista con entusiasmo y tolerancia. Porque está demostrado que, para los que secundan el documento, no hay mejor antídoto que la democracia.