TAtlgunos conciben la muerte no solo como un drama sino también como un espectáculo, una suerte de ceremonia nupcial donde el novio o la novia acuden al casorio forrados en una caja de pino. Pensarán los familiares que de alguna manera hay que entretener a los asistentes, cuyo número interesa aumentar a toda costa para que no decaiga la fiesta, y arrancarle de paso una sonrisa al hermoso cadáver. The show must go. O como decimos en castizo: "El muerto al hoyo y el vivo al bollo".

La muerte propia puede ser una tragedia y la ajena un negocio rentable. Da fe de ello una empresa japonesa que desde su página web oferta lágrimas al mejor postor. Estos avispados profesionales del lagrimeo ponen a disposición de los familiares del finado un grupo de plañideras para que hagan bulto y, sobre todo, para que lloren amargamente la ausencia de un pobre mortal a quien nunca han visto en vida.

Las plañideras son mujeres --y también hombres-- con grandes dotes para la interpretación. Parten, eso sí, con la ventaja de representar siempre el mismo papel: llorar sin consuelo y sin verdaderos sentimientos. Bien mirado, esta actuación histriónica la podrían hacer los amigos del muerto, pero a estos se les presupone falta de pasión, talento o ganas. Y si se quieren hacer bien las cosas, ya se sabe, es mejor contar con un profesional a sueldo que con un amateur desmotivado.

Llorar a destajo es la profesión del futuro. Ninguna empresa como la del plañideo tiene tantos clientes potenciales: antes o después, la muerte nos convierte a todos en obligados novios en esa boda con el más allá cuya luna de miel es siempre un enigma.