Cuando murieron mis padres (ese es el verbo, y lo demás son eufemismos), con una diferencia de catorce meses, nos tocó a las hermanas vaciar su casa. No recuerdo otro trabajo más doloroso, pero no era de este tema del que quería hablar hoy, así que no vamos a caer en nuevas tristezas que se añadan a las que ya tenemos.

Recuerdo esto porque mi padre había sido en sus últimos años un apasionado de las plantas, una persona dedicada a sus macetas (a falta de huerto buenos son potos y ficus), que medía el agua necesaria y el abono justo del vergel que había montado en las terrazas y parte del salón. Esa dedicación le ayudó a sobrellevar unos últimos años con poca movilidad y un horizonte de dolores que poco a poco se volvieron insoportables. Mis hermanas, con buen criterio, porque me conocen tanto, se repartieron las plantas más vistosas, las delicadas, las que necesitaban de cuidados que ellas sabían y yo desconocía por completo. Tienes que quedarte alguna, me recomendaron, al menos como recuerdo. Y me traje dos, las más resistentes, las que sobrevivirían al triste cuidado de una persona ajena a todo conocimiento vegetal. Tus plantas son supervivientes, me decía mi padre cuando podía acercarse a casa y me ayudaba a arreglar los destrozos.

Contra todo pronóstico, esas dos macetas siguen en mi terraza, quizá menos lustrosas y verdes, quizá con menos prestancia de la que gozaron hace tiempo. Yo trato de cuidarlas, lo prometo, pero igual que hay personas negadas para el dibujo o la música, yo no tengo mano para estos asuntos. Solo son dos. Las otras disfrutan de un retiro regalado en los patios de mis hermanas, testimonio de unas manos entendidas, y del amor que mi padre dejó como semilla en todas ellas.

Lo he recordado cuando he visto en el periódico la tristísima foto del balcón de Madrid lleno de macetas secas que pertenecían a una pareja de ancianos muertos en plena pandemia. Son solo eso, macetas secas, restos de una dedicación que para algunos puede parecer inútil. Para otros, los que sabemos de cuánto dolor hay a veces en la vejez, cuánto desamparo y cuánta soledad, son testimonio de una vida, un intento de luchar contra la muerte cercana, unas personas que fueron capaces de encontrar un brote de esperanza en estos tiempos de sequía.

*Profesora y escritora.