C on varias legislaturas fallidas, los ánimos de muchos votantes no están precisamente eufóricos. Se teme una gran abstención. Estos son los momentos en que los viejos partidos aprovechan para no perder a su fiel clientela y pescar en caladeros ajenos. Buscan electores sin ideología definida, que son proclives a cambiar el voto cuando encuentran otra opción que les promete más. Estos desencantados confían en el sistema de partidos, pero manifiestan su descontento con sorprendentes vaivenes en las urnas. Puede haber sorpresas.

La contradicción de las formaciones políticas reside en que un férreo aparato ayuda a consolidar su organización, y cuanto más rígido sea su funcionamiento más posibilidades tienen de triunfar y perdurar. De esto se desprende una consecuencia negativa: las formaciones políticas, que deberían tener un funcionamiento democrático, se convierten en autarquías. Lo positivo es que estos partidos clásicos mantienen un electorado fiel, que cree en el sistema y respalda la vida en democracia.

Con ánimo de perfeccionar el sistema democrático, cada cierto tiempo surgen movimientos alternativos que critican a los grandes partidos y que pretenden actuar con estructuras de democracia directa. La historiografía política reciente nos enseña que estos movimientos ciudadanos duran poco y, si llegan a tener algún éxito electoral, es efímero (Italia es un buen exponente).

Tras alcanzar representación parlamentaria, las organizaciones políticas que surgieron hace algunos años comenzaron a ensalzar las bondades del pluripartidismo y festejaron la llegada de lo que calificaron como una democracia mejor. Se impediría el rodillo del partido mayoritario. Se constituirían gobiernos de coalición. La nueva composición parlamentaria obligaría a pactar y las decisiones importantes se tomarían con el parecer de todo el arco parlamentario. En suma, se aplaudió lo que se consideraba la corrección de la oxidada democracia.

Sin embargo, estrenado el multipartidismo, los resultados no han sido los soñados por sus defensores. En pocos años se han celebrado varias elecciones. Hemos carecido de un Gobierno estable. El racimo de partidos de la oposición no ha conseguido aprobar una iniciativa legislativa. Los presupuestos se han prorrogado. El Gobierno se ha visto obligado a gobernar por decreto-ley. Las comunidades autónomas tienen estranguladas sus cuentas. Algunas ya no pueden ni financiar las necesidades más básicas como la sanidad o la educación. En otras palabras, ni se gobierna ni se deja gobernar.

Es cierto que las mayorías absolutas pueden cercenar el proceso democrático. Pero también es verdad que, cuando así se actúa, en las siguientes elecciones normalmente son desplazadas del poder. Ha sido precisamente la ausencia de mayorías lo que ha conducido a una situación de bloqueo. Si esto es así, no llegamos a comprender cómo algunos todavía abogan por implantar el sistema proporcional, que la experiencia nos demuestra que da como resultado una mayor fragmentación del voto. Nuestro sistema electoral lleva vigente cuarenta años y, críticas aparte, ha favorecido la estabilidad política y ha permitido alternancias de gobiernos.

Países con gran tradición democrática (Alemania, Reino Unido o USA) tienen un sistema electoral preferentemente bipartidista. Y en otros países, para huir del pluripartidismo, se utilizan fórmulas para premiar a los partidos más votados (Grecia). En España se critica la ley D´Hont porque se piensa que favorece las mayorías absolutas. Pero cuando se comprueba que esa regla incluso permite la concurrencia de multitud de partidos que son incapaces de pactar, ya se oyen voces que apuestan por primar al partido más votado. He aquí los movimientos pendulares de los politólogos que carecen de perspectiva histórica.

En política -las democracias más consolidadas lo atestiguan- lo importante es la estabilidad. Sobre todo, en una tierra en la que no existe la cultura del pacto. En efecto, aquí se ponen demasiadas líneas rojas. Se antepone el ego personal al bienestar de la nación. Quizá la falta de espíritu pactista esté en nuestros propios genes. El carácter de la ciudadanía y de los políticos también cuenta. Por eso, en cada país, habrá que procurar el sistema político que mejor se adapte a su idiosincrasia.

* Catedrático de Derecho Financiero.