La única traducción aceptable del compromiso que Estados Unidos dice mantener para limpiar los terrenos de Palomares (Almería), donde hace 45 años cayeron cuatro bombas termonucleares que, por fortuna, no explotaron, es que se haga cargo del trabajo de descontaminación y, acto seguido, del almacenamiento de los residuos radiactivos. Las consecuencias del choque en pleno vuelo de un B-52 y un avión nodriza fueron lo suficientemente graves como para exigir al país responsable del siniestro que corra con la logística y los gastos de la operación de forma diligente y eficaz. Porque si el franquismo montó un espectáculo lamentable de propaganda política a raíz del accidente --el baño de Manuel Fraga en aguas de Almería--, la democracia ha de liquidar el asunto con Estados Unidos con profesionalidad y firmeza. Los datos esenciales del problema son de sobra conocidos: el subsuelo de 41 hectáreas pertenecientes al municipio de Palomares, equivalentes a 6.000 metros cúbicos de tierra, quedó contaminado por el plutonio radiactivo que liberaron las bombas. Y aunque la zona se encuentra vallada y aislada, y nadie corre peligro, el tiempo transcurrido y el valor simbólico del caso confieren una urgencia máxima a la elaboración de un plan de recogida de las tierras tóxicas y al saneamiento completo del lugar. Eso significa que las administraciones española y estadounidense deben acelerar las inspecciones en curso y llegar a un acuerdo cuanto antes. Casi medio siglo se antoja suficiente para no andarse con demoras.