Las continuas referencias en los debates parlamentarios a asuntos del pasado, ya sustanciados en las urnas, cuando no en los tribunales, ha acabado por empobrecer grave y decisivamente la dialéctica entre Gobierno y oposición. La última muestra de todo esto la hemos tenido en las dos comparecencias del presidente del Gobierno, el martes en el Senado y ayer en el Congreso, a propósito del anuncio de retirada de las tropas españolas de Kosovo.

Ante los aprietos a los que el líder del PP, Mariano Rajoy, sometió al presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, este no tuvo mejor idea que el manido recurso al papel que hizo el expresidente José María Aznar enviando tropas a Irak, una vez desencadenada una guerra injusta e ilegal, puesto que no estaba amparada por ninguna resolución de Naciones Unidas. Asimismo, con frecuencia, los populares responden a los ataques de los socialistas por sus problemas de espionaje en Madrid o de tramas corruptas como las que ha investigado el juez Garzón recordando el asunto Filesa y otros graves casos de corrupción en los años en que estuvo Felipe González de presidente. Y tampoco dudan los populares en resucitar el caso GAL cuando se sienten acorralados.

Ese bronco estilo de esgrima parlamentaria significa, en el fondo, un menosprecio a la capacidad analítica de los ciudadanos, puesto que acaba por infantilizar el debate --la frase resumen de esta técnica sería el poco reflexivo "y tú más"-- y, además, evita que se entre a fondo en los temas de actualidad, que son los que de verdad interesan a los votantes. Por ejemplo, hubiera sido de agradecer una cierta autocrítica por parte del presidente tras la pésima comunicación a los aliados de la retirada de Kosovo, que, por cierto, nadie discute. Pero también habría sido de agradecer que el tono apocalíptico utilizado por Rajoy en su intervención hubiera venido acompañado de cómo hubiera convencido él a los aliados de la OTAN de que España tiene una posición diferenciada en el asunto de la antigua provincia serbia que proclamó unilateralmente su independencia.

Tal vez sobre premisas similares, las interpelaciones de la oposición al Gobierno dejarían de ser una especie de pimpampúm plagado de lugares comunes y de recordatorios por ambas partes de los episodios más vergonzantes de la historia de la formación rival. Ni los 13 años de poder de Felipe González pueden ser despachados alegremente con la etiqueta del gobierno del GAL, ni los 8 años de Aznar se resumen en la foto que se hizo en las Azores con Bush y Blair. La demagogia, frecuente en mítines y debates televisados durante las campañas electorales, no debería saltar tan fácilmente a las sedes parlamentarias.