Cuando la pobreza y el hambre son una realidad, el Estado no debe mirar hacia otro lado. Pero las soluciones para combatir la miseria sobrevenida no pueden reducirse al reparto de limosnas. Puntualmente, y ante la emergencia social, es razonable la concesión de ayudas directas a nichos de población que carecen de los medios mínimos para subsistir de manera digna. Pero estas soluciones no pueden extenderse en el tiempo de manera indefinida, ni otorgarse sin fiscalizar las cuentas de quienes optan a ellas, porque se corre el riesgo de generar una dependencia estructural y de estimular la picaresca. Por eso, si se quiere alentar la vuelta a la normalidad, esas soluciones tienen que evolucionar inmediatamente hacia el modelado del contexto, para favorecer el desarrollo personal y familiar por la vía de la reactivación del mercado laboral y de la actividad empresarial. Este es el único modo de recomponer un Estado del Bienestar sólido, ese que solo puede fraguarse cuando la ciudadanía goza de independencia económica, cuando no subsiste subyugada por las coimas gubernamentales. El Estado debería, por tanto, ayudar a las familias afectadas por la parálisis derivada de la pandemia para que no pasen hambre, para que sigan teniendo un techo bajo el que cobijarse, y para que no les falten los suministros básicos. Pero ese mismo Estado no puede condenar a las familias a una dependencia perpetua de la subvención pública. Debe articular alternativas de futuro prácticas y reales. Entre otras cosas porque el modelo de rentas mínimas sería insostenible si se extendiese más allá de unos meses vista. Y porque todos sabemos que esas ayudas, al final, acaban siendo injustamente detraídas de las pensiones de los jubilados que se han dejado la piel trabajando durante toda una vida, de las nóminas de unos empleados públicos que han sacrificado mucho tiempo e ingentes esfuerzos para conseguir una plaza de funcionarios, y de los sueldos y legítimos beneficios de los curritos, autónomos y empresarios de todos los sectores. Y es que eso de que la izquierda suele ser solidaria con el dinero de los demás, o de que ansía la redistribución de los bienes ajenos, no son simples tópicos, sino verdades mayúsculas. Pero nunca es tarde para enmendarse. Los que gobiernan tienen la oportunidad de hacerlo ahora. Podrían comenzar adelgazando el Consejo de Ministros más numerosos de todos los conformados en las últimas cuatro décadas, o espulgando la inabarcable plantilla de asesores que les asisten. Entonces, en el hipotético caso de que lo hicieran, podrían demandar sacrificios colectivos. Mientras tanto, deberían quedarse calladitos, e ir pensando en dejar paso a unos gestores que se preocupen más por las cuentas públicas y el bienestar social, y menos por la implantación de unos preceptos ideológicos inútiles frente a la enfermedad, la muerte y la ruina económica. H*Diplomado en Magisterio.