La democracia española tiene una asignatura pendiente con la composición y funcionamiento de los organismos institucionales cuyos integrantes eligen nuestros parlamentos: consejos de administración de las televisiones públicas, Tribunal Constitucional, tribunales de cuentas, Consejo General del Poder Judicial... Sobre ellos recae la acusación de actuar como correa de transmisión del partido que los propuso, y por tanto su credibilidad está por los suelos. Posiblemente la culpa no recaiga tanto en los sistemas de elección --los partidos negocian un reparto en función de su peso en los parlamentos-- como en la falta de cultura democrática y de servicio al Estado de buena parte de los miembros de esos organismos, y en la falta de escrúpulos de los partidos que los utilizan. El Poder Judicial es un ejemplo paradigmático. De sus 21 miembros designados cuando Aznar gobernaba con mayoría absoluta, solo quedan en activo 18, y todos ellos deberían haber cesado el 7 de noviembre para elegir un nuevo plenario que respondiera al Parlamento surgido de las elecciones del 2004. Pero el PP se resiste a dejar de controlar ese organismo aunque sea al precio de que su funcionamiento esté bloqueado. Y el voto de sus diputados es imprescindible para renovar el Consejo. Es una falta de lealtad institucional intolerable, máxime cuando el PSOE ha ofrecido una fórmula para repartir los cargos de forma tal que ninguno de los dos grandes partidos pueda controlar el consejo sin pactar con las minorías. La tensión se trasladó ayer a la inauguración del curso judicial a cargo del presidente del Consejo. IU-ICV y ERC no acudieron al acto, y el PSOE rectificó la decisión inicial de boicotearlo.