Hace poco se publicó una antología titulada Diáspora. Antología de poetas extremeños en el «exilio», que reunía a una veintena de líricos nacidos en Extremadura y residentes fuera de ella. Estaba bien que su antólogo, Víctor Peña Dacosta, entrecomillara el término de «exilio», que parece que da una pátina más noble que el más realista de «emigración». La nuestra casi siempre ha sido tierra de emigración, aunque tampoco hay que dramatizar: lo es todo el mundo rural, y hasta en Alemania los jóvenes abandonan el campo rumbo a la ciudad. Por suerte a veces vuelven, y este es el caso de Mario Lourtau: originario de Torrejoncillo, nacido en 1976, pasó muchos años enseñando en institutos de Marruecos (Tetuán, Casablanca, Rabat) pero, cuando salió la antología, acababa de regresar a Extremadura, enseñando ahora en un pueblo cuyo topónimo remite a su pasado árabe, Alcuéscar, y en un centro que lleva el nombre de una de las mayores joyas del arte visigodo, Santa Lucía del Trampal.

Lourtau estuvo el otro día en clase, compartiendo su experiencia como docente con los alumnos del Máster de Formación del Profesorado (excelente grupo, uno de los más motivados que he tenido) y aproveché para releer su poesía, que ya reseñé hace casi una década, recién regresado yo a Extremadura y a propósito de que mi tocayo había conseguido el accésit del prestigioso Premio Adonáis con Quince días junto al fuego. Habían precedido a este los poemarios Donde gravita el hombre (2008) y Catálogo de deudores (2009) donde Lourtau, lejos de tanto divo que gravita y levita en el mundo poético, mostraba ya su visión humilde, la de un «poeta menor y sin prejuicios», que en el segundo de sus libros reconocía sus «deudas» hacia poetas como Claudio Rodríguez o Francisco Brines, cuya lectura le enseñó el ritmo y la musicalidad que van ganando perfil propio en sus libros, como los van ganando ciertos temas: la nostalgia de Extremadura, que describe como una «tierra de fuego», donde «el mar de sus campiñas es la dehesa», o el erotismo, de alta intensidad en el ciclo «Intimidad de las alcobas» contenido en Catálogo de deudores, y con cantos al deseo tan logrados como «Viaje de la luz hacia los cuerpos».

Su último libro, La mirada del cóndor (De la Luna Libros, 2013) muestra el empeño original y coherente de transmitir, mediante la mirada de y sobre las especias animales, otras percepciones posibles del mundo. Tras el notable poema inicial que da título al libro, este se articula en tres partes: en la primera, «La noche acorazada (Criaturas nocturnas)», vamos de la ferocidad del lobo a la elegancia del gato («igual que un faraón de bella esfinge, / simula indiferencia, la vanidad de un hombre, / y acomoda su silueta a los silencios, al ingenio, / al milagro que da voz a las palabras») o a la timidez del erizo atropellado, «vencido contra el lecho del asfalto, / la sangre y el rocío despuntaban al alba», imagen tan triste como común para cualquiera que recorra las carreteras secundarias extremeñas. No faltan poemas dedicados a los «Venados en la noche», el «Lince ibérico» o los «Murciélagos».

La segunda parte, «Álbum de zoología», pone voz a especies más exóticas, desde el león a la cobra o el cocodrilo, y la tercera, «Entomología de los sueños» pone en escena a los insectos, desde la hormiga y la mosca, a la mantis religiosa o la abeja reina. Este auténtico bestiario es sintomático de una presencia destacada de los animales en muchos poetas extremeños, desde Ada Salas en sus primeros libros, a Javier Pérez Walias o Julio César Galán, pero en el caso de Lourtau adquiere una rica densidad que despega en el epílogo, «El último animal», donde se espera expectante a una especie desconocida, que puede identificarse con el propio poema.

*Escritor.