No sé si se le ha prestado la suficiente atención. Volodymyr Zelenskiy, el actor principal de una serie televisiva de éxito en Ucrania, llamada «Servidor del pueblo», y en la que encarna al presidente de la nación, está a punto de ser presidente de esa misma nación bajo las siglas de un partido político con el mismo nombre de la serie. Parece un capítulo de otra serie, la prestigiosa «Black Mirror», pero no, resulta que es un «episodio» de la vida real.

Desde luego que no es la primera vez que la gente escoge a actores o personajes bufonescos como representantes políticos. Pero me parece que pocas veces se ha mostrado con tan barroca perfección esta simbiosis entre poder y comedia. O, si se prefiere, entre la oficiosa representación teatral del poder y su reflejo fantasioso más divergente y divertido (y distractor), reproducido hoy en ese carnaval al ralentí que es el diario espectáculo mediático.

Sea como sea, la pregunta es siempre la misma. ¿Por qué la gente apoya a candidatos como Zelenskiy, un cómico sin experiencia política ni bagaje ideológico o intelectual? Y creo que aquí hay que ir más allá de las respuestas convencionales: las de que se trata de un voto de protesta anti-sistema, manipulado por simplezas populistas, o seducido por la imagen y el glamour del personaje. La gente no suele ser tan cínica ni tan tonta. Y hay dos elementos que, por extravagantes que parezcan, tendríamos también que considerar: que el personaje demuestre una exitosa «experiencia ficticia» como presidente, y que sea un cómico.

Que un actor que, según parece, interpreta de forma verosímil a un buen presidente de gobierno genere confianza como político no es algo tan difícil de explicar. La política no se reduce a una mera habilidad técnica, tal como, por ejemplo, el derecho o la medicina (motivo por el cual nadie acudiría a un actor que interpretase a un abogado o a un médico para resolver sus problemas legales o de salud). Más que a «cómo se hacen las cosas», la política se refiere a «cómo deberían hacerse y plasmarse en la realidad». Por ello, remite necesariamente a la ficción, a lo que aún no existe. La gente no vota a un candidato solo por lo que hace (que siempre será menos de lo que políticamente se espera y se debe), sino, sobre todo, por lo que promete poder hacer. Así, el poder político es siempre directamente proporcional al imaginario ideal que es capaz de sugerir en aquellos a los que seduce y conforma. No es tan extraño, pues, que alguien como Zelenskiy, que no se limita -como sus competidores- a invocar débilmente ese imaginario a través de declaraciones o vagos programas electorales, sino que lo reproduce y encarna con todo lujo de detalles en una serie televisiva, encandile con facilidad a los votantes-espectadores. El realismo y el grado de concreción que aporta una serie de televisión supera con mucho las promesas genéricas de un programa, un mitin o un vídeo electoral. De hecho, si cada partido produjese una buena serie de ficción política -realista y compleja- en la que pudiéramos «ver» (como en una especie de «simulador político») cómo se desempeñaría en el caso de gobernar, la gente votaría con mayor conocimiento de causa, al menos, que como lo hace ahora.

En cuanto al segundo motivo para explicar el éxito de Zelenskiy -el de ser un cómico-, hemos de anotar uno de los rasgos más característicos de la política moderna. Antaño, el cómico y el poderoso tenían roles muy diversos, aunque visibles y conmensurables. El bufón, como espejo y reflejo deformado de la magnificencia teatral del poder, servía, al monarca, de contrapeso crítico, y al súbdito de válvula de escape. En la época moderna y hasta hoy, el poder real (como todo lo trascendente) se ha tornado tan invisible e inefable (nadie sabe quien manda realmente, lo que no deja de ser terrible -como suele serlo el poder-) que, ante este Poder inexpresable y magnífico, cualquier manifestación política resulta bufonesca. Es inevitable. De hecho, la dramaturgia política es hoy tan mediáticamente explícita -tan obscena y profana-, que distinguir al político del comediante no tiene el más mínimo sentido. A la vista está.